martes, 15 de mayo de 2012

Más que simples tuits

Hace tres años abrí mi cuenta en Twitter por pura curiosidad. Había escuchado sobre su existencia en los medios de comunicación en donde lo mostraban como una alternativa distinta a las redes sociales que reinaban en el momento, como Facebook, MySpace y el lamentable Hi5. De principio me costó aprenderlo a utilizar. No creía que fuera tan sencillo como simplemente hacer un post de 140 caracteres. Desconfiaba de su sencillez. Seguía solo a @Laura_Malicia los primeros días. Ella fue quien me convenció de entar allí para que ambos probáramos al mismo tiempo y ver de qué se trataba. Yo no sabía qué publicar, así que dejé uno que otro mensaje allí sin esperar mucho. Pero con el tiempo comencé a interactuar con más gente y noté que esta red social tenía algo único. Sus restricciones de espacio obligaban a la concreción de las ideas. Había que reacomodar las palabras para que cupieran en ese pequeño espacio. La expresión del pensamiento se debía hacer más aguda, era como sacarle punta con un tajalápiz a las ideas. Twitter me gustó. Desde entonces me he dedicado a observar qué implica Twitter para un usuario de internet que accede a esta página. He visto cómo se han distribuido virus, cómo el spam se reinventa día a día, cómo crean cuentas falsas para aumentar el número de seguidores de @NoticiasRCN. Vi cómo la señora @ensayista encontró allí una forma de subir su ego, sus shows, sus follows regalados y luego los cientos de unfollows que hacía en un solo día. Vi cómo las empresas creyeron que por medio de Twitter comenzarían a aumentar sus ingresos como por arte de magia. Vi personas que se rindieron al décimo tuit. Vi TTs racistas, vi cientos de famosos muertos y resucitados. Vi la twitcam del Chavo. Vi cientos de errores de ortografía. Discutí varias veces con las personas que no sabían usar la palabra “bizarro”. Vi cómo @JedCasbio logró hacer sentir su voz y su opinión y dejó de ser un simple estudiante anónimo de biología de la Nacho. Veo la labor de la señora @ismene2 que se autodenomina "mamerta" y se dedica a no olvidar los muertos que deja la guerra podrida de Colombia. He peleado con amigos que ya no son mis amigos. Con un follow llegué a la persona que amo en este momento y está conmigo a pesar de la distancia. He visto madurar las ideas y la expresión de mi hermano. Me he decepcionado de algunas personas y me he asombrado de otras. Vi cómo mi amigo después de tanto insistirle abrió una cuenta. Vi ideas, muchas ideas, muchas ingeniosas. Es una red que me ha sorprendido bastante, tanto como para hacer mi trabajo de investigación sobre Twitter para el máster. Ha habido días en que debo sentarme a leer miles y miles de tuits. Todos tan diferentes, muchos tan únicos, muchos tan plagios, muchos tan ácidos.

Pero hoy en medio de mi investigación llegué al TL de @Cloquis e inmediatamente me di cuenta de que no podría hacerle una lectura académica; hoy podría analizar cualquier cosa, menos ese TL. Leí sus tuits de los últimos dos meses y vi una historia que me conmovió bastante. Vi el día a día en una lucha perdida contra la muerte. Vi un sutil registro de la fe, de la esperanza y de la aceptación resignada de una realidad ineludible. Hoy me acerqué a la historia más íntima de una persona que no conozco, no sé cómo es, no sé qué haga en la vida, solo sé que su madre estuvo muy enferma y que, al parecer, por negligencia médica tuvo complicaciones que la llevaron hasta la muerte el 9 de mayo pasado. Vi cómo la vida, en una muestra de su irónico proceder, hizo que el día de la madre llegara apenas tres días después. La gente intenta consolar a esa mujer. Le da mensajes de ánimo, pero todos sabemos ninguna palabra alivia siquiera el dolor frente a esa pérdida. Para ella muchas cosas han perdido sentido y su mundo ha entrado en un estado de letargia. La melancolía, la nostalgia, el ayer, la melancolía, la nostalgia, el ayer. (Si ella algún día llega a leer este post, solo quiero decirle que lamento mucho su dolor, y que en parte, tan solo en una parte mínima, en una parte de 140 caracteres, he llegado a compartir su tristeza).

La conclusión más importante que logro encontrar es muy poco científica pero no menos relevante. Puede que los medios que usemos para comunicarnos sean virtuales, que seamos víctimas y victimarios de la posmodernidad más cruda, pero no por eso las emociones y los sentimientos que compartimos por medio de las redes son virtuales, irreales y falsos. Hay gente que subestima lo que ha logrado Twitter en cuanto a la forma de percibir a las demás personas. Piensan que nos hemos desensibilizado, que somos robots (bueno, no falta el pendejo estrenando BB que ni levanta la cabeza), pero no notan que estamos frente a una forma distinta de percibir la subjetividad, una forma que incluso nos acerca a gente que de otro modo no sabríamos que existe, a historias que de otro modo no calarían fuerte como ha logrado calar en mí ver la muerte rondar y lograr llevarse a alguien.

viernes, 4 de mayo de 2012

La camiseta Lacoste


Ayer cuando iba camino a casa, pasé por el frente de un escaparate donde se exhibían camisetas tipo polo de Lacoste. Se veían refinadas, sofisticadas. Los colores y el diseño me llamaron la atención. Con curiosidad me incliné un poco para ver el precio de una que me gustó en particular. 50€. Seguí mi camino pensando si valía la pena comprarla  porque bonita sí era. Tenía un diseño que se ajustaba para resaltar los pectorales y más abajo se ceñía al abdomen. Era una camiseta larga de tela gruesa y aunque era informal de alguna forma brindaba un aire de elegancia. Pensé que si evitaba comer en restaurantes y si ahorraba en las cosas de aseo consiguiéndolas un tanto más baratas, la podría comprar. Sonreí mientras cruzaba una calle. Me imaginé poniéndomela y viéndome al espejo, y fue entonces cuando se me quitó la cara de ponqué. Me visualicé metiendo barriga para que no se notara que no he estado muy pendiente de una alimentación sana y un ritmo de vida saludable. También noté que, aunque era de mi talla por el tamaño de mi espalda, me llegaba más abajo del culo. Me quedaba muy larga. Tampoco los colores se veían igual bajo la luz amarillenta del bombillo de mi habitación. Ya no estaban tan vivos; lo que se veía verde en la vitrina ahora tenía un tono opaco, más bien tristón. Caí en cuenta de que simplemente esa ropa no estaba hecha para mí. Está diseñada para hombres europeos, y ni siquiera para todos ellos, apenas para los que son altos, de hombros anchos y cintura trabajada, aquellos hombres de gimnasio y sonrisa encantadora, preferiblemente un tono piel blanco medio bronceado y, si se puede, preferiblemente de ojos verdes. En ellos esa camiseta se debía ver espectacular, asombrosa, magnífica; en cambio yo me vería disfrazado, me sentiría incómodo. Supe que esa situación tenía un valor de categoría. Era un síntoma más de un estilo de vida que tenemos naturalizado y en el que pocas veces reparamos a pensar. Por todas partes hay publicidad de modelitos perfectos, en cada valla, en cada comercial televisivo. Toda la ropa se ve bien en ellos, el shampoo resalta sus cabellos brillantes, los perfumes huelen diez veces mejor si ellos lo usan, y hasta las máquinas de afeitar estar diseñadas para sus caras siempre angulosas y nunca rollizas. En pocas palabras, nada de lo que venden está diseñado para mí, ni siquiera el agua embotellada, porque es para aquellos sedientos que están fatigados después de recorrer la playa de Malibú tres veces. La cerveza está hecha únicamente para los heterosexuales que desean beberla en compañía de chicas águila con tetas de silicona. Los chicles son para jóvenes de sonrisas blancas blancas y dientes perfectamente esculpidos, no para hombres de colmillos montados como yo.

Sí, es cierto, lo que digo no es nuevo. En el aire está desde hace mucho tiempo el desencanto frente a la sociedad de consumo. Sé que corro el riesgo de parecer un panfletario antisistema más, y sin embargo, aunque desde hace varias décadas se ha criticado el consumismo, lo cierto es que la sociedad no termina de rumiar, de digerir estas ideas. Hoy en día sigo conociendo personas que aun siendo muy cultas y admirablemente reflexivas siguen con un discurso de auto-reproche por no tener las medidas perfectas. Sigo viendo hombres que usan cosas que no les quedan bien solo porque son de marca. Sigo viendo jóvenes hambrientos por adoptar las nuevas modas que llegan desde el “primer mundo”.

En Colombia siempre miramos hacia afuera. Lo cual no está mal, de hecho es necesario. El inconveniente surge cuando se naturaliza la idea de que lo de afuera siempre será mejor, cuando se acoge todo lo de afuera sin ni siquiera adaptarlo a nuestras necesidades. Por eso es que se ve tanto ñero emo, tanto metacho traduciendo letras de canciones en google translator, tanto hincha del Barça creyéndose Messi cuando hace un gol en la cancha de micro del barrio Santafé. Usamos modas y productos más por inercia, porque sí. El problema es que al poco tiempo nos damos cuenta de que algo no funciona. La chica que se volvió gótica en Kennedy dos semanas después estaba bailando reguetón en la fiesta de su prima, el pelado en Suba se compró unos Converse que siempre que los usaba se le ampollaba el meñique, el colombiano morenito se cortó el cabello como un cantante inglés, pero siguió siendo morenito, a su pesar. Y cuando todo esto pasa, no se culpa a la moda o al producto, nos culpamos a nosotros mismos. Estamos viendo las cosas al revés. Pensamos que el cauce de los ríos fue trazado para pasar por debajo de los puentes, y no que los puentes fueron creados para pasar por encima del río. Preferimos sentirnos miserables porque la camisa Lacoste no nos queda buena, porque se me va a ver un gordito, porque no voy a lucir como el modelo de la valla en la parada del bus. Pero ¿quién se atreve a culpar a la marca, a la moda? Pocos en verdad, el resto prefiere seguir jugando el rol de ser un chango vestido de paño, la muñeca negra y gordita que venden en la 13 vestida de Barbie, el mestizo que juega a ser neonazi. Preferimos ser "otro" a las malas que asumir buscar una identidad que responda a nuestras verdaderas necesidades.

Hoy volví a pasar al frente del mismo escaparte. Preferí valorarme esta vez.

martes, 17 de abril de 2012

Visita a la cárcel


Cuando llegamos a la cárcel nos recibió una mujer muy amable. Era ella quien daba la orden de abrir las tres entradas de rejas para darnos paso. Nos dio la bienvenida y nos explicó cómo sería la visita. Veríamos primero la cafetería, luego las celdas y por último el patio donde pasaban el tiempo los presos. Antes de comenzar el recorrido, ella recibió una llamada que la dejó un poco preocupada. Nos avisó que tendríamos que acelerar la agenda, pues habían capturado a una pandilla completa. Ella debería recibirlos y ubicarlos en sus celdas. Su sonrisa ya no se veía tan natural como al principio.

Comenzamos a recorrer los pasillos de aquel lugar. Eran muy distintos a como me los imaginaba, pues estaban muy iluminados, con el techo alto y de ninguna manera estrechos. Las celdas no tenían rejas, sino unos ventanales gigantescos, vidrio del piso al techo. Había camas con colchones gruesos que invitaban al descanso. Se respiraba limpieza en el lugar. En unas celdas no había prisioneros sino unas gorilas hembras arrullando a bebés de cabello rubio, como si fuera un zoológico.

Por más agradable que pareciera el lugar, nunca me sentí cómodo del todo. Yo no estaba allí por voluntad propia. Era una actividad obligatoria de la fundación que me trajo a España. La gente nos miraba con muy poca simpatía. Yo prefería quedarme callado para que no se dieran cuenta de que era latino. Quería evitar problemas. De cierta manera, creía que ser libre e ir a ver el lugar donde viven los presos a manera de excursión era una ofensa para ellos.

Pasamos por una celda en la que estaba una gorila más, pero no tenía el bebé en sus brazos. La señora nos propuso, de una manera despreocupada, como si fuera algo normal y divertido, el juego de buscar al bebé. Nos dijo que nos montáramos en unos triciclos para poder encontrarlo más rápido. Abrió uno de los ventanales y entramos. Por dentro el lugar conducía a un laberinto. Me llamó la atención que todos íbamos juntos, girando por las mismas esquinas, mas yo quería encontrar al dichoso bebé y salir rápido de esa cárcel. No me interesaba permanecer más tiempo allí. Me separé del grupo y al poco tiempo encontré al bebé. Estaba gateando sin preocupaciones, como si conociera todo el mapa del laberinto. Lo monté en el triciclo y lo llevé a los brazos de la gorila. Al ver la alegría de ambos por estar juntos, me emocioné y sentí ternura. Estuve sentado contemplándolos por un largo rato. No obstante, la tranquilidad de la escena se rompió cuando se disparó una alarma estruendosa. Las puertas de todas las celdas se cerraron. Alguien gritaba por un altavoz que no nos preocupáramos, que intentarían controlar la situación y que permaneciéramos en “nuestras” celdas.  El niño comenzó a llorar, la gorila intentaba tranquilizarlo, pero por los pasillos había un gran revuelo, la gente gritaba, se oían disparos, los guardias corrían.

En la celda que yo estaba se cerraron los caminos del laberinto. Quedé en un espacio reducido. Encerrado me sentía un poco seguro, pero no podía dejar de pensar que me quedaría allí de por vida. Tal vez, por ser colombiano, nadie creería que yo era libre, que había venido solo a estudiar. Lo más probable era que creyeran que yo estaba ahí por problemas de narcotráfico. Ninguno de mis compañeros estaba a la vista. Me sentí abandonado, condenado. Miré por la ventana que daba hacia la calle. Había tres prostitutas, una de ellas se acercó, abrió la ventana y me mostró un cuchillo sangrado, me dijo que se lo guardara. Ahora sí que estaba jodido con eso en mi celda.

Escuché explosiones, disparos, golpes. Pero de repente, todo quedó en silencio por un minuto, apenas se escuchaba el ruido blanco de altavoz, como una radio sin sintonizar. Ya no había ni gorila ni bebé, solo yo escondido debajo de una cama mirando a través del ventanal hacia los pasillos. Vi los pies de los pandilleros llegar y detenerse allí afuera. Uno de ellos llevaba a la señora que nos abrió la puerta a la llegada. La traía esposada y la halaba del cabello. Él lanzo un grito diciendo: “Hoy todos se van morir, hijueputas, se van a morir. Nadie va a quedar para contarlo”. Otro pandillero sacó una jeringa de esas con las que inyectan a las vacas, llena de un líquido aguamarinoso y se la clavó en el cuello a la señora. Los dos últimos sonidos que escuché fueron el grito de ella y el ta-ta-ta-ta-ta-ta-tá de las ametralladoras. Supe que nunca saldría de allí con vida.

Lo que me inquieta es que, a pesar de no ser un relato real y ni siquiera verosímil, me lo creí completo y me afectó toda una mañana después de soñarlo. 

Nelson Zorro G.

jueves, 5 de abril de 2012

Así se tala un bosque quejumbroso

Llevo más de media hora pensando en adoptar un tono suave para criticar un texto que leí hace unos días. He intentado encontrar las palabras para no sonar agresivo porque de una u otra manera me interesa no herir la susceptibilidad del autor. Sin embargo también creo que si uno se atreve a escribir es porque quiere ser leído y recibir una retroalimentación franca, bien sea una felicitación o una mención de las cosas que no funcionan. No solo se pueden recibir con gusto las observaciones halagadoras, mucho menos aquellas que se limitan a un “me-gustó” fácil. En lo personal me importa más cuando señalan algo que no funciona, si cae en lo tedioso o en la falta de fluidez, a pesar de que por dentro me toquen algunas fibras. Pero es obvio que también me gusta cuando me reconocen una metáfora bien lograda o un final efectivo.

Cuando leo trato de buscar cuáles son los factores que me hacen gozar de un texto o rechazarlo. Tengo en cuenta distintos niveles, como lo sonoro, lo expresivo, lo significativo, lo temático, etc. Cuando todos ellos funcionan, disfrutar el texto es inevitable. Pero cuando algo falla todo se desacomoda. Es como ver una carpeta tejida con una parte deshilachada. A pesar de que el resto esté bien, esa puntica de lana no permite apreciarlo. Lo que está mal llama mucho más la atención.

El texto del que quiero hablar es el siguiente: http://llorarconcarcajadas.blogspot.com.es/2012/03/lamento-de-un-bosque-muerto.html. Cada vez que lo reviso intento buscar por qué no lo digiero. En una primera lectura lo rechacé de inmediato, como he hecho con este tipo de lecturas muchas veces. Sin embargo hoy prefiero arriesgarme a dar un concepto más arriesgado. Cabe aclarar que el nombre de este blog es Lectura Escribible siguiendo el ejemplo de Roland Barthes cuando en su obra S/Z propone que los lectores se adueñen de lo que leen y lo puedan compartir.

El título: Lamento de un bosque muerto.

Desde ya me predispongo a leer algo con tintes oscuros y un sentimentalismo exacerbado. Sé que un bosque muerto, es decir, una cantidad de palos secos van a gemir. Los palos secos están tristes. De principio no me causa mucho interés leer sobre los sentimientos melancólicos de unos maderos que siguen sembrados. Pero, le doy el beneficio de la duda y sigo leyendo. Siendo benevolente considero que se trata de una metáfora de los sentimientos del yo poético, si es que lo que viene es una poesía, o del narrador, si es que es un cuento corto. Aún no sé a qué tipo de texto me estoy enfrentando.

Párrafo 1: 
El agua se difumina con la niebla sobre el lago, tan profundo como la noche, y el resplandor de la luna hace brillar el vapor de agua como a una cortina plateada. Incontables sonidos se agitan en la noche, como una sinfonía de cascabeles mortecinos, las libélulas bailan su danza junto a las luciérnagas, el complot fúnebre acontece.

Voy a intentar decir lo mismo, solo que quitándole la rimbombancia en el lenguaje, que lo único que logra es hacer el texto muy denso. Por lo contrario de lo que se piensa, usar este tipo de lenguaje no embellece el texto, simplemente es como dispararle a la literatura con la escopeta creada por Homero Simpson en “modo ramera”. En vez de ayudar a crear imágenes nítidas, el efecto es el contrario, la lectura se frena en la sonoridad (que tampoco es la más elaborada en este caso) y lo visual se pierde. Mi versión es solo para tener las imágenes claras y limpiar lo percudidas que están las letras:

Hay un lago profundo, sobre él la niebla parece una cortina plateada gracias al brillo de la luna. Hay sonidos (no sé de qué son porque el autor se inventa esa cosa rara de “sinfonía de cascabeles mortecinos” que solo él entiende). Las libélulas bailan con luciérnagas. (Eso del “complot fúnebre acontece” es otro de esos juegos con el lenguaje que el autor usa solo por el hecho de que es sonoro, aunque realmente poco significativo).

Como se ve, en ese párrafo hay apenas tres imágenes. Todas ellas se pueden decir sencillamente, con pocas palabras, y además se pueden decir de mil formas conservando la estética. No obstante, la apuesta del autor es complicarlas sin necesidad. Siempre es más fácil hacer algo complicado para parecer interesante que hacer algo claro y seguir pareciendo interesante.

Párrafo 2: Un monzón invernal cubre el paisaje bajo sus sollozos, agita los cadáveres de naufragios ancestrales que jamás desaparecieron bajo el agua. Un bosque de ramas estrechamente abrazadas, cruje y gime de  vejez. Cada árbol, sembrado en lo mas profundo de la desesperación, se empeña en recoger las partes que el otoño le ha arrancado. Desde lo lejos puede contemplase el agitar agónico de la madera. Los arboles agachan sus ramas vinculadas a sus congéneres, e impedidos por la senilidad no logran obtener más que el lejano placer de dar una sutil caricia a sus tesoros amputados.

Ahora llega un viento que “agita los cadáveres de naufragios ancestrales que jamás desaparecieron bajo el agua”. Es decir, que en el lago hay pedazos de barcos viejísimos que siguen a flote. ¿Y por qué no se hunden? ¿Este mundo que me están describiendo tiene reglas sobrenaturales? ¿Por qué voy en el segundo párrafo y yo no sabía eso? Ya siento desconfianza del narrador. 

Volviendo a los árboles secos, ellos están sembrados en lo más profundo de la  desesperación. (Seguramente en la del lector). Ya van tres cosas muy profundas, la noche, el lago y la desesperación. Parece que muy rápido se le agotan los calificativos al autor. Luego los palos, que se supone que están muertos tienen un agitar agónico. Al fin qué, ¿están muertos o están agonizando? También se quieren agachar a recoger hojas, pero como están seniles y mutilados no pueden, no “logran obtener más que el lejano placer de dar una sutil caricia a sus tesoros amputados”. A estas alturas ya es claro que hay una devoción exagerada por los adjetivos. ¿Qué es un lejano placer para los palos secos? A mí se me ocurre que un lejano placer es algo así como cibersexo, y eso que no me convenzo del todo. Sutil caricia. Vaya redundancia, si no fuese sutil, simplemente no sería caricia.

Fácilmente puedo seguir haciendo este ejercicio con el resto de párrafos. Pero no quiero seguir dando vueltas sobre la misma clase de defectos, lenguaje reforzado, sensibilidad empalagosa, repetición del tema, palabras rebuscadas y demás. Al final no me cuenta una historia, es decir, no es narrativa. No hay una expresión poética precisa y cuidadosa, no es un poema. El texto termina siendo una sucesión de imágenes difíciles de captar en una sola leída. El autor casi que se limpia el culo con el lector, pues le vale cinco el tiempo que pierde tratando de encontrar algo en esa lectura. Frente a la intención de un autor de mostrarme imágenes sin sentido ni coherencia realmente es preferible ver un video en Youtube, o peor aun ver televisión. Es precisamente esta clase de textos los que hacen que leer sea un bodrio, que la gente no coja un poema y lo disfrute, porque creen que todo va por la misma onda. Escribir implica crearle una experiencia única al lector, una que no pueda encontrar en ninguna otra parte, que no sea reemplazable ni comparable. Escribir bien requiere que el otro se tome en cuenta. Escribir no es un simplemente un ejercicio de ego.

Esta publicación no tiene otra intención que la de pensar bien lo que vamos a escribir. Ser cuidadosos en la búsqueda del arte de la palabra. Al final no resulta siendo tan difícil si aprovechamos la poca sensatez y sentido común que nos queda.

NZG

martes, 27 de marzo de 2012

Escritura joven

Como estudiante de bachillerato, y más adelante en la universidad, estuve encerrado en un salón por horas frente a profesores poco hábiles para mantener la atención de sus estudiantes. En esas clases había compañeros que fingían poner cuidado, otros suertudos estaban al lado de la ventana y podían mirar al cielo o la gente pasar, pero yo estaba en el grupo de los sentados en el medio del salón. En mi lugar no había peligro de que me descubrieran distraído, pues los al frente me tapaban. Sobre la mesa tenía esfero y cuaderno. Eran los únicos instrumentos disponibles para matar el tiempo si no quería terminar de dañarme las uñas mordiéndolas. Primero comenzaba a garabatear en las últimas páginas haciendo figuritas tribales. Trazaba líneas que se deslizaban hasta el borde de la hoja. Me inventaba ojos con pestañas exageradas y caras con bocas deformes. Pero igual, seguía aburrido. La página terminaba llena de formas eclécticas tan desagradables como las que se encuentran en las puertas de los baños públicos. La clase avanzaba, el tedio se mantenía y yo volteaba las páginas de atrás hacia adelante. Frente a una nueva hoja en blanco me atreví a escribir un “poema”. Exploré buscando rimas y contando sílabas. Tuve una revelación al ver que “calma” rimaba con “alma” y forcé el sentido a que encajaran en una frase medianamente coherente. Al final del año resultaba con hojas más llenas de letras, y no por tomar apuntes, que con los garabatos de los primeros momentos.

Al final de la adolescencia yo estaba lleno de inquietudes existenciales que manifestaba en aquellos poemillas ingenuos. Jugaba con palabras y creía que la poesía era un lenguaje superior. Hoy en día sé que sí lo es, pero no por estar lleno de palabras rimbombantes, imágenes de paisajes solitarios, copado de referencias a un pasado perdido, melancólico, nostálgico. En ese entonces me dejaba seducir por los temas mitológicos, por personajes arquetípicos perfectos y sensibles. Las palabras que no usaba en la cotidianidad y que tenían una sonoridad especial eran mis favoritas. Estaba contaminado por la visión popular y empalagosa que aún se mantiene de la poesía.

Es común creer que la poesía es ese texto lírico cargado de un romanticismo cursi o una forma expresión sensiblera de alguien que sufre, de alguien quejumbroso. Se asume que la poesía se limita a un me gusta cuando callas porque está como ausente o un texto repetitivo y ampliamente incomprendido como el Nocturno III de Silva. Nadie le enseña a uno, por lo menos en el colegio, a ver la poesía como una respuesta a los movimientos históricos con un impacto cultural importante, sino que día tras día se transmite el estereotipo de que el poeta es un ser aislado, que va a escribir al lado de un lago y escucha el canto de los ruiseñores esperando que vengan las musas a inspirarlo.

Cuando yo estaba en la búsqueda de mi identidad, la cual hoy en día ya renuncié a encontrar, me refugié en la escritura como manera de expresar mi unicidad. Tenía la intención de mostrar un rasgo distintivo, y como veía que a casi nadie le interesaba la literatura, me creí el cuento de que era capaz de escribir poesía. Eso era en la época de los cuadernos y los lápices. Cuando el internet permitió la creación de blogs muchas personas los usaron precisamente para compartir sus creaciones, las cuales se dedican, como en algún momento lo hice yo, a reproducir el estereotipo de poesía con lenguaje elevado y revestida de una seriedad postiza. Poemillas que no son más que un laberinto de imágenes reforzadas, adjetivos en exceso y poco dinamismo. Oh! La noche oscura como mis recuerdos. Oh! La muerte me espera mientras en mi corazón se derraman gotas de amor… oh! Las tinieblas del alma no me dan un instante de calma. 

El poeta sí es un ser reflexivo, observador y sensible, pero sobre todo se dedica a la artesanía de la palabra. Busca significados concretos, imágenes exactas, expresiones relevantes. Un buen texto poético es fruto de la reescritura constante de pensar y repensar. Tiene un propósito comunicativo claro. El escritor tiene un compromiso con el lector y con la historia misma de la literatura. El arte de calidad sabe conversar con su época, no se limita a repetir formas de expresión gastadas, siempre intenta dar un paso hacia adelante. El artista se hace notar porque sabe decir.

Después de terminar el pregrado tuve la oportunidad de dedicarme a estudiar la escritura desde la creación. En ese recorrido, gracias a poder compartir mis textos y ponerlos en boca de compañeros, valoré la necesidad de ser criticado. Hubo críticas constructivas, pero sobre todo las hubo con mala leche, con leche podrida. Afortunadamente hace muchos años se inventaron el yogur que resulta teniendo mucho más sabor. Es necesario dejar que los textos se defiendan solos y pensar que lo dicho sobre ellos no es personal. Me gusta el concepto de “parir textos”, pero no de la manera humana, pues cuando el hombre nace es feo y si se queda solo se muere. Hay que parir textos como elefantes, como terneros, como tortugas. Textos que se levanten del suelo por sí mismos, sin la asistencia del autor. Textos que se muevan arrastrándose por la arena y que sean capaces de llegar al mar antes de que un depredador alado se los trague.

Hoy me reconozco incapaz de escribir poesía. Me siento más cómodo con la escritura de cuentos.  Estoy en la búsqueda de un arte poética que me satisfaga. Intento cultivarme para poder escribir comprometidamente, y mientras tanto me llama mucho la atención saber qué estamos escribiendo los jóvenes de hoy. Me llena de curiosidad saber los móviles de la escritura, si los textos tienen intenciones katárquicas, expresivas, esnobs, o lo que sea, pero sobre todo me interesa saber qué tan en serio nos estamos esto de escribir.

Si usted acaba de leer esto y tiene algo que decir, le agradecería que comentara. Si las palabras pueden hacer daño, el silencio... qué hará el silencio.