lunes, 25 de mayo de 2015

DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE AMOR (1981) de RAYMOND CARVER

(Aclaración inicial: Aunque el texto es sacado de esta página web [https://teecuento.wordpress.com/2009/08/18/de-que-hablamos-cuando-hablamos-de-amor-r-carver/], está actualizado en acentuación y modificado al español de Colombia por Nelson Zorro. También se hicieron correcciones a la traducción y en el uso de los signos ortográficos. En pocas palabras, la traducción era una completa porquería y yo la arreglé. Que disfruten esta joya)

Estaba hablando mi amigo Mel McGinnis. Mel McGinnis es cardiólogo, y eso le da a veces derecho  de hacerlo. Estábamos los cuatro sentados a la mesa de la cocina de su casa, bebiendo ginebra. El sol, que entraba por el ventanal de detrás del fregadero, inundaba la cocina. Estábamos Mel y yo y su segunda mujer, Teresa —la llamábamos Terri— y Laura, mi mujer. Entonces vivíamos en Alburquerque. Pero todos éramos de otra parte.
            Había un cubo con hielo encima de la mesa. La ginebra y la tónica circulaban sin parar, y surgió no sé cómo el tema del amor. Mel opinaba que el verdadero amor no era otra cosa que el amor espiritual. Dijo que se había pasado cinco años en un seminario antes de salirse para estudiar medicina. Dijo que aún recordaba aquellos años del seminario como los más importantes de su vida.
            Terri dijo que el hombre con quien vivía antes de vivir con Mel la quería tanto que había intentado matarla. Luego continuó:
            —Una noche me dio una paliza. Me arrastró por toda la sala tirando de mis tobillos. Y me decía una y otra vez: “Te quiero, te quiero, zorra”. Y mi cabeza no paraba de golpear contra las cosas. —Terri nos miró—. ¿Qué se puede hacer con un amor así?
            Era una mujer de huesos finos y cara bonita, ojos oscuros y una melena castaña que le caía por la espalda.
            Le gustaban los collares de turquesas y los pendientes largos.
            —Dios mío, no seas boba. Eso no es amor, y tú lo sabes —dijo Mel—. No sé cómo podríamos llamarlo, pero estoy seguro de que no debemos llamarlo amor.
            —Tú dirás lo que quieras, pero sé que era amor —protestó Terri—. Puede sonarte a disparate, pero es verdad. La gente es diferente, Mel. Algunas veces actuaba como un loco, es cierto. Lo admito. Pero me amaba. A su modo, quizá pero me amaba. En todo aquello había amor, Mel. No digas que no.
            Mel suspiró. Levantó el vaso y se volvió a Laura y a mí.
            —Me amenazó con matarme —dijo. Apuró el vaso y alargó la mano hacia la botella de ginebra—. Terri es una romántica. Terri es de la escuela de dame-una-patada-y-así-sabré-que-me-amas. Terri, cariño, no pongas esa cara.
            Mel alargó la mano por encima de la mesa y tocó la mejilla de Terri con los dedos. Y le sonrió.
            —Ahora quiere arreglarlo —dijo Terri.
            —¿Arreglar qué? —saltó Mel—. ¿Qué es lo que tengo que arreglar? Yo sé lo que sé. Eso es todo.
            —De todas formas, ¿cómo nos hemos puesto a hablar de esto? —Terri llevantó el vaso, bebió y añadió— Mel siempre tiene metido el amor en la cabeza. ¿No es verdad cariño?—sonrió. Pensé que el tema iba a quedar zanjado.
            —Yo no llamaría amor al comportamiento de Ed. Eso es lo único que he dicho, cariño—puntualizó Mel—. ¿Y qué opinan ustedes? —Mel se dirigía a Laura y a mí—. ¿Les parece que eso es amor?
            —No soy la persona más apropiada para responder —respondí yo—. Ni siquiera conocí a ese Ed. Solo lo he oído mencionar de pasada. No me atrevo a juzgarlo. Tendría que conocer los detalles. Pero creo que lo que estás diciendo es que el amor es un absoluto.
            Mel aclaró:
            —Lo es el tipo de amor al que me refiero. El tipo de amor al que me refiero no te lleva a intentar matar gente.
 Laura intervino:
            —Yo no sé nada de Ed ni de la situación. Pero ¿quién puede juzgar la situación de otro?
            Toqué el dorso de la mano de Laura. Me envió una rápida sonrisa. Le cogí la mano. Estaba cálida: las uñas pulidas: una perfecta manicura. Rodeé su ancha muñeca con los dedos, y la abracé.
                —Cuando me fui, se tomó un matarratas —explicó Terri. Se apretó los brazos con las manos—. Lo llevaron al hospital de Santa Fe. Vivíamos allí entonces, a unas diez millas. Le salvaron la vida pero se le enloquecieron las encías. Quiero decir que era como si se le separaran de los dientes. Desde entonces, los dientes le sobresalían, como colmillos. Dios mío —suspiró Terri. Aguardó unos instantes; luego se soltó los brazos y cogió el vaso.
            —¡Qué cosas llega a hacer la gente! —exclamó Laura.
            —Ahora está fuera de juego —dijo Mel—. Murió.
            Mel me pasó el plato de limas. Cogí un trozo. Lo exprimí en mi vaso y removí los cubitos con los dedos.
            —Es más grave que eso —dijo Terri—. Se pegó un tiro en la boca. Pero tampoco le salió bien. Pobre Ed —Sacudió la cabeza.
            —Ni pobre Ed ni nada —dijo Mel. —Era peligroso.
            Mel tenía cuarenta y cinco años. Era alto y ágil y tenía el pelo rizado y suave. Cara y brazos bronceados por el tenis. Cuando estaba sobrio, sus gestos, sus movimientos, eran precisos, en extremo cuidadosos.
            —Pero me amaba, Mel. Concédeme eso —insistió Terri—. Es lo único que te pido. No me amaba de la forma que tú me amas. No estoy diciendo eso. Pero me amaba. Podrás concederme eso, ¿no?
            —¿Qué quieres decir con que no le salió bien? —pregunté.
            Laura se inclinó hacia delante con el vaso. Apoyó los codos sobre la mesa y sostuvo el vaso con ambas manos. Miró a Mel y luego a Terri, y aguardó con expresión de perplejidad en su cara franca, como si se asombrara de que tales cosas les pudieran suceder a los amigos.
            —¿Cómo dices que le salió mal si se mató? —inquirí.
            —Te lo contaré yo —dijo Mel—. Cogió su pistola del veintidós, la que se había comprado para amenazarnos a Terri y a mí. Hablo en serio, ese hombre siempre estaba amenazándonos. Deberías haber visto el tipo de vida que llevábamos entonces. Éramos como fugitivos. Hasta yo me compré una pistola. ¿Pueden creerlo? ¡Un tipo como yo! Pero lo hice. Me la compré para defenderme, y la llevaba en la guantera. A veces tenía que salir del apartamento en mitad de la noche. Para ir al hospital, ya saben. Terri y yo no nos habíamos casado todavía, y mi primera mujer se había quedado con la casa y los chicos, con el perro, con todo. Y Terri y yo vivíamos en este apartamento. A veces, como digo, me llamaban en mitad de la noche y tenía que ir al hospital a las dos o las tres de la madrugada. El parqueadero estaba completamente oscuro, y antes de llegar al carro me ponía a sudar. Nunca sabía si iba a salir de unos arbustos o de detrás de un carro y empezar a dispararme. Quiero decir que ese hombre estaba loco. Era capaz de ponerte una bomba, de cualquier cosa. Llamaba al servicio médico a todas horas, y decía que necesitaba hablar con el doctor, y cuando me ponía al aparato me decía: “Hijo de perra, tus días están contados”. Y nimiedades por el estilo. Era algo que daba miedo. Créanme.
            —A mí me sigue dando lástima —confesó Terri.
            —Parece una pesadilla —dijo Laura—¿Pero qué sucedió exactamente después de que se pegara el tiro?
            Laura es secretaria jurídica. Nos habíamos conocido en el campo profesional. Y antes que nos diéramos cuenta éramos novios. Tiene treinta y cinco años, tres menos que yo. Además de estar enamorados nos gustamos y disfrutamos de nuestra mutua compañía. Es una mujer con la que es fácil llevarse bien.
                —¿Qué sucedió? —insistió Laura.
            Mel explicó:
            —Se pegó un tiro en la boca, en su cuarto. Alguien oyó el disparo y avisó al gerente. Entraron con una llave maestra y vieron lo que pasaba y llamaron una ambulancia. Coincidió que yo estaba allí cuando lo llevaron, pero su estado era irreversible. Vivió tres días. La cabeza se le hinchó, se le puso de tamaño doble al de una cabeza normal. Nunca había visto nada semejante, y espero no volver a verlo. Terri, al enterarse, quiso ir al hospital para estar con él. Reñimos por culpa de eso. Yo opinaba que no debía verlo en aquel estado. Pensaba que no debía verlo, y sigo pensando lo mismo.
            —¿Quién se salió con la suya? —dijo Laura.
            —Yo estaba con él en su habitación cuando murió —precisó Terri—. No recuperó el conocimiento en ningún momento. Pero me quedé con él. No tenía a nadie más.
            —Era peligroso —dijo Mel—. Si quieres llamarlo amor, allá tú.
            —Era amor —repitió Terri—. Ya sé que era un amor anormal para la mayoría de la gente. Pero estaba dispuesto a morir por su amor. Murió por él.
            —Pues para mí eso no era amor, puedes estar segura —dijo Mel—. Lo que quiero decir es que nadie sabe por qué lo hizo. He visto muchos suicidas, y en mi opinión nadie ha sabido nunca por qué lo hicieron.
            Mel se puso las manos en la nuca e inclinó la silla hacia atrás.
            —No me interesa ese tipo de amor —declaró—. Si para ti eso es amor, allá tú.
            Terri explicó:
            —Estábamos asustados. Mel incluso hizo testamento, y escribió a su hermano, que había sido Boina Verde y vivía en California, diciéndole a quién debía buscar si algo le sucedía.
            Terri bebió de su vaso. Prosiguió:
            —Pero Mel tiene razón: vivíamos como fugitivos. Teníamos miedo. Mel tenía miedo, ¿verdad, cariño? Yo, llegado cierto momento, hasta llamé a la policía, pero no sirvió de nada. Me aseguraron que no podían actuar mientras Ed no hiciera algo concreto. ¿No tiene gracia? —dijo Terri.
            Se sirvió lo que quedaba de ginebra y agitó la botella. Mel se levantó y fue al aparador. Sacó otra botella.
            —Bien, Nick y yo sabemos lo que es amor —dijo Laura—. Para nosotros, por lo menos. —Laura me dio un golpecito en la rodilla con la suya—. Se supone que ahora debes decir algo —insinuó, y se volvió hacia mí sonriendo.
            A modo de respuesta, cogí la mano de Laura y me la llevé a los labios. La besé con gran fruición y vehemencia. Todos mostraron su regocijo.
            —Somos afortunados —declaré.
            —Eh, muchachos —exclamó Terri—. Párenla. Me están dando nauseas. Aún siguen en la luna de miel, santo Dios. Aún están lejos, ¿será posible? Pero ya verán. ¿Cuánto tiempo llevan juntos? ¿Cuánto tiempo hace? ¿Un año? ¿Más de un año?
            —Un año y medio —contestó Laura, ruborizada y sonriente.
            —Ah, vea pues —dijo Terri—. Pues esperen un poco. Levantó el vaso y miró a Laura.
            —Solo estoy bromeando —puntualizó Terri.
            Mel abrió la botella y nos sirvió ginebra
            —Vamos, muchachos —intervino—. Brindemos. Quiero proponer un brindis. Un brindis por el amor. Por el amor verdadero.
            Hicimos chocar los vasos.
            —Por el amor —coreamos.
            Afuera, en el patio, empezó a ladrar uno de los perros. Las hojas del álamo temblón que pendían al otro lado de la ventana golpeaban tenuemente el cristal. El sol de la tarde era como una presencia en la cocina: la ancha luz de la calma y la generosidad. Podríamos haber estado en cualquier otro lugar, en algún lugar encantado. Volvimos a alzar los vasos y nos sonreímos unos  a otros como niños que han pactado algo prohibido.
            —Voy a explicarles lo que es el amor verdadero —dijo Mel—. Voy a ponerles un buen ejemplo. Luego podrán sacar sus propias conclusiones. —Se sirvió ginebra. Añadió un cubito de hielo y una rodajita de lima. Esperamos, bebimos a pequeños sorbos. Laura y yo volvimos a juntar nuestras rodillas. Le puse la mano en el cálido muslo y la dejé allí encima.
            —¿Qué es lo que cualquiera de nosotros sabe realmente del amor? —dijo Mel— Creo que en el amor no somos más que principiantes. Decimos que nos amamos, y nos amamos, no lo dudo. Yo amo a Terri y Terri me ama a mí, también ustedes se aman. Ya saben a qué tipo de amor me refiero ahora. Al amor físico, ese impulso que te arrastra hacia alguien concreto, y al amor que inspira el ser de otra persona. La esencia de esa persona, podríamos decir. El amor carnal y, bueno, digamos el amor sentimental, ese cuidado cotidiano a la otra persona. Pero a veces me resulta difícil explicarme el hecho de que también debí de amar a mi primera mujer. Pero la amé, sé que la amé. Así que supongo que soy como Terri a ese respecto. Como Terri y Ed. —Se quedó pensando en ello y luego continuó— Hubo un tiempo en que creí que amaba a mi exmujer más que a la propia vida. Pero ahora la aborrezco. De verdad. ¿Cómo se explica eso? ¿Qué ha sido de aquel amor? ¿Qué ha sido de él? Eso es lo que quisiera yo saber. Me gustaría que alguien pudiera decírmelo. Ahí tenemos a Ed. De acuerdo, otra vez a Ed. Ama tanto a Terri que trata de matarla, y acaba matándose a sí mismo.
—Calló y bebió un trago de ginebra—. Ustedes llevan juntos dieciocho meses, y se aman. Se les nota en todo. Rebosan amor. Pero los dos han amado a otra gente antes de encontrarse. Los dos han estado casados antes, igual que nosotros. Y probablemente habrán amado a otras personas antes de su primer matrimonio. Terri y yo llevamos juntos cinco años, y casados cuatro. Y lo terrible, lo terrible, aunque también lo bueno, la gracia salvadora, podríamos decir, es que si algo nos pasara a alguno de nosotros, perdónenme que lo diga, si algo nos pasara a alguno de nosotros, mañana, creo que el otro, la otra persona, lo pasaría mal una temporada, ¿entienden?, y volvería a amar, tendría a alguien muy pronto. Y todo esto, todo el amor del que hablamos no sería sino un recuerdo. Y puede que ni siquiera un recuerdo.  ¿Me equivoco? ¿Estoy desvariando? Porque quiero que me corrijan si no estoy en lo cierto. Quiero saber. Porque no sé nada, ¿entienden? Y soy el primero en admitirlo.
            —Mel, por amor de Dios —intervino Terri. Se inclinó hacia él y le tomó de la muñeca—. ¿Estás prendido, cariño? ¿Estás borracho?
            —Cariño, solo estoy hablando —protestó Mel—. ¿Vale? No necesito estar borracho para decir lo que pienso. Estamos hablando, ¿no es eso? —dijo, y fijó la mirada en ella.
            —No te estoy criticando —aseguró Terri.
            Terri cogió su vaso.
            —Hoy no estoy de guardia —puntualizó Mel—. Permíteme que te lo recuerde. No estoy de guardia.
            —Mel, te queremos —dijo Laura.
            Mel miró a Laura. La miró como si no lograra situarla, como si no fuera la mujer que era.
            —Yo también te quiero, Laura —dijo Mel—. Y a ti, Nick. También te quiero a ti. ¿Saben algo? —se interrumpió—. Ustedes son nuestros parceros —afirmó y cogió el vaso. 
—Iba a contarles algo —empezó Mel—. Bueno, iba a demostrar algo. Verán: sucedió hace unos meses, pero sigue sucediendo en este mismo instante, y es algo que debería hacer que nos avergoncemos cuando hablamos como si supiéramos de qué hablamos cuando hablamos de amor.
            —Vamos, Mel —le regañó Terri—. No hables como si estuvieras borracho si no lo estás.
            —Cállate por una vez en la vida —le pidió Mel con suma calma—. ¿Me harás ese favor, solo durante un minuto? Como iba diciendo, hay una vieja pareja que tuvo un accidente en la autopista interestatal. Un jovencito chocó con ellos y los dejó vueltos mierda. Nadie les daba muchas probabilidades de salir con vida.
            Terri nos miró y luego miró a Mel. Parecía ansiosa, aunque quizá esta sea una palabra demasiado fuerte.
            Mel nos pasaba la botella.
            —Yo estaba de guardia aquella noche —explicó— era mayo, o quizá junio. Terri y yo acabábamos de sentarnos a la mesa cuando llamaron del hospital. Era por lo de ese accidente de una interestatal. Un jovencito borracho, un adolescente, había estrellado la camioneta de su papá contra la caravana de los viejos. Tenían unos setenta y tantos años, los viejos. El chico dieciocho o diecinueve o algo así, murió al llegar al hospital. Se había hundido el volante en el esternón. La pareja de ancianos seguía con vida, ya ven. Bueno, malamente. Tenían de todo. Fracturas múltiples, heridas internas, hemorragias, contusiones, desgarrones, de todo, y conmoción cerebral, los dos. Créanme, un estado lamentable. Y, claro está, la edad lo empeoraba todo. Creo que ella estaba bastante peor que él. Se le había reventado el bazo, para acabar de completarlo. Y tenía las dos rótulas fracturadas. Pero llevaban puestos los cinturones de seguridad, y bien sabe Dios que eso fue lo que les salvó de una muerte instantánea.
            —Chicos, he aquí un aviso del Consejo Nacional de Seguridad Vial. Vuestro portavoz, el doctor Melvin R. McGinnis les dice—Terri rio—. Mel —dijo ella—, a veces te pasas. Pero te quiero, cariño.
            —Cariño, te quiero —declaró Mel.
            Adelantó el cuerpo por encima de la mesa. Terri fue a su encuentro. Se besaron.
             —Terri tiene razón —corroboró Mel, de nuevo en su silla—. Usen siempre los cinturones de seguridad. Pero hablando en serio, los viejos estaban muy mal. Cuando llegué abajo, el chico había muerto, como ya les he dicho. Estaba en un rincón, tendido en una camilla. Reconocí por encima a los viejos y le dije a la enfermera de urgencias que hiciera bajar inmediatamente a un neurólogo y a un traumatólogo y a un par de cirujanos.
            Bebió un trago de ginebra.
            —Trataré de no extenderme —continuó—. Los subimos al quirófano y los operamos putamente casi toda la noche. Qué increíble resistencia la de esos viejos. Raras veces se ve algo parecido. De modo que hicimos todo lo que estaba en nuestra mano, y al filo de la mañana les dábamos un cincuenta por ciento de probabilidades, quizá algo menos a ella. Y helos ahí por la mañana, vivos. Bien, pues los instalamos en Cuidados Intensivos, se pasaron dos semanas luchando por sobrevivir, mejorando poco a poco en todos los aspectos. Así que los trasladamos a una habitación.
            Mel hizo una pausa.
            —Hagámosles pues —prosiguió—acabemos esta maldita ginebra barata. Y nos vamos a cenar, ¿de acuerdo? Terry y yo conocemos un sitio nuevo. Cenaremos allí, en ese sitio. Pero no nos moveremos hasta que acabemos esta maldita ginebra.
            Terri aclaró:
            —En realidad aún no hemos comido allí nunca. Pero tiene buen aspecto. Por fuera, quiero decir.
            —Me gusta comer —comentó Mel—. Si volviera a empezar de nuevo, me haría chef, ¿saben? ¿Te parece bien, Terri?
            Rio. Hurgó en los cubitos de hielo con los dedos.
            —Terri lo sabe —explicó—. Terri puede contárselo. Pero dejen que les diga una cosa. Si pudiera volver a nacer, vivir una vida diferente, en un tiempo diferente y todo eso, ¿saben qué? Me gustaría ser un caballero andante. Uno tenía que sentirse muy seguro con aquellas armaduras. Tuvo que estar muy bien eso de ser caballero, hasta que inventaron la pólvora y los mosquetones y las pistolas.
            —A Mel le gustaría ir a caballo con lanza en mano —añadió Terri.
            —Y llevar siempre consigo un pañuelo de mujer —apostilló Laura.
            —O simplemente una mujer —redondeó Mel.
            —¿No te da vergüenza? —saltó Laura.
            Terri dijo:
            —Supón que volvieras a vivir y fueses un siervo. Los siervos no lo tenían tan fácil en aquellos tiempos.
            —Los siervos no lo han tenido nunca fácil —dijo Mel—. Pero imagino que hasta los caballeros eran vesallos[1] de alguien. ¿No era así como funcionaban las cosas? Pero incluso hoy todos somos siempre vesallos de alguien. ¿No es cierto? ¿Eh, Terri? Pero lo que me gusta de los caballeros, aparte de sus damas, es esa armadura que llevaban. No era nada fácil herirles. No había carros en aquel tiempo. No había jovencitos borrachos que te embistieran y te rompieran la jeta.
            —Vasallos —corrigió Terri.
            —¿Qué? —preguntó Mel.
            —Vasallos —repitió Terri—. Es vasallos, no vesallos.
            —Vasallos, vesallos —protestó Mel—. ¿Qué diferencia hay, mierda? Me has entendido, ¿no? Muy bien —reconoció—. No soy culto. He aprendido lo mío. Soy cirujano del corazón, perfecto, pero no soy más que un mecánico. Voy y me meto por allí y arreglo cosas. Mierda.
            —La modestia no te sienta bien —dijo Terri.
            —No es más que un humilde matasanos —intervine yo—. A veces, Mel, los caballeros se asfixiaban dentro de aquellas armaduras. Sufrían incluso ataques al corazón si las armaduras se calentaban en exceso, o si ellos estaban demasiado cansados y desfallecidos. He leído en alguna parte que a veces se caían del caballo y no podían levantarse, porque el cansancio les impedía mantenerse en pie con toda aquella armadura encima. Y a veces los pisoteaban sus propios caballos.
            —Terrible —exclamó Mel—. Es terrible, Nicky. Los imagino tendidos en el suelo, a la espera de que apareciera alguien y los convirtiera en pinchos de carne.
            Algún vesallo como ellos —dijo Terri.
            —Exacto —apoyó Mel—. Aparecería algún vasallo y atravesaría a los muy bastardos en nombre del amor. O en nombre de la jodida causa por la que lucharan en aquellos tiempos.
            —Las mismas por las que luchamos hoy en día —dijo Terri.
            Laura sentenció:
            —Nada ha cambiado.
            Las mejillas de Laura seguían subidas de color. Sus ojos brillaban. Se llevó el vaso a los labios.
            Mel se sirvió otra copa. Miró la etiqueta detenidamente, como si estudiara la larga hilera de números. Luego dejó la botella sobre la mesa, con lentitud, y alargó la mano despacio hacia el agua tónica.
            —¿Qué pasó con la pareja de ancianos? —quiso saber Laura—. No has acabado de contar la historia.
            Laura tenía dificultades para encender su cigarrillo. Los fósforos se le apagaban una y otra vez.
            La luz del sol, dentro de la cocina, era ahora diferente; cambiaba, se hacía más tenue. Pero las hojas del otro lado de la ventana seguían trémulas, y me puse a mirar las formas que dibujaban en los cristales y en el mesón. No eran formas iguales, claro está.
            —¿Qué pasó con los viejos? —pregunté.
            —Más viejos pero más sabios —comentó Terri.
            Mel la miró con fijeza.
            Terri prosiguió:
            —Sigue con la historia, cariño. Era una broma. ¿Qué pasó?
            —Terri, a veces… —empezó Mel.
            —Mel, por favor —le interrumpió Terri—. No seas tan serio siempre, cariño. ¿No soportas una broma?
            —¿Dónde está la broma? —inquirió Mel.
            Mantuvo el vaso en la mano y miró fijo a su mujer.
            —¿Qué pasó? —insistió Laura.
            Mel clavó la mirada en Laura. Dijo:
            —Laura, si no tuviera a Terri y si no la amara tanto, y si Nick no fuera mi mejor amigo, me enamoraría de ti. Y te raptaría.
            —Cuéntanos la historia —le insistió  Terri—. Y luego nos vamos a ese restaurante nuevo, ¿de acuerdo?
            —De acuerdo —dijo Mel—. ¿Dónde estaba? —Se quedó mirando la mesa; luego siguió con la historia—: Iba a verlos a los dos todos los días, y hasta dos veces al día cuando tenía que quedarme a visitar a otros enfermos. Yesos y vendajes, de la cabeza a los pies, ambos. Ya saben, lo han visto en las películas. Ese era el aspecto que tenían, igual que en las películas. Solo unos agujeritos para los ojos y para la nariz y para la boca. Y ella, para colmo con las piernas en alto. Bien, pues el marido estaba deprimido la mayor parte del tiempo. Seguía muy deprimido. Pero no por el accidente. Me refiero a que el accidente era una cosa, sí, pero no lo era todo. Yo me acercaba al agujero de su boca, y él me decía que no, que no era por el accidente exactamente, sino porque no podía verla por los agujeros de los ojos. Decía que era eso lo que le hacía sentirse así de mal. ¿Se imaginan? Pueden creerme, al hombre le rompía el corazón no poder voltear la maldita cabeza para ver a su maldita esposa.
            Mel nos miró a unos y a otros y, ante lo que estaba a punto de decir, meneó la cabeza.
            —Digo que lo que estaba matando a aquel pendejo era que no podía mirar a su jodida mujer.
            Los tres miramos a Mel.
            —¿Ven lo que digo? —preguntó.
            Puede que para entonces estuviéramos ya un poco borrachos. Sé que nos resultaba difícil mantener las cosas en su justo punto. La luz abandonaba ya la cocina, se retiraba a través de la ventana hacia el lugar de donde había venido. Y sin embargo nadie hizo el mínimo ademán de levantarse para encender la luz de encima de nuestras cabezas.
            —Escuchen —propuso Mel—. Acabemos esta puta ginebra. Todavía queda para una ronda más. Luego nos vamos a cenar. A ese sitio nuevo.
            —Está deprimido —observó Terri. Mel, ¿por qué no te tomas una pastilla?
            Mel sacudió la cabeza.
            —He tomado todo lo que hay.
            —A todos nos hace falta una pastilla de vez en cuando —dije.
            —Hay gente que las necesita desde que nace —comentó Terri.
            Ella frotaba con el dedo algo que había encima de la mesa. Luego dejó de hacerlo.
            —Creo que quiero llamar a mis hijos —dijo Mel—. ¿Les importa? Voy a llamar a mis hijos.
            Terri le avisó:
            —¿Y si Marjorie contesta al teléfono? Eh, chicos ¿les hemos hablado de Marjorie? Cariño, sabes muy bien que no quieres hablar con Marjorie. Te hará sentirte peor.
            —No quiero hablar con Marjorie —reconoció Mel— Pero quiero hablar con mis hijos.
            —No pasa un día sin que Mel diga que tiene ganas de que su exmujer vuelva a casarse. O que se muera —explicó Terri—. En primer lugar —afirmó—, nos está arruinando. Mel dice que si no se casa es solo para fastidiarle. Tiene un novio que vive con ella y con los niños. Así que Mel mantiene también al novio.
            Marjorie es alérgica a las abejas —contó Mel—. Cuando no rezo para que vuelva a casarse, rezo para que se le eche encima un maldito enjambre de abejas y la mate a aguijonazos.
            —Qué vergüenza —dijo Laura.
            —Bzzzzz —susurró Mel, convirtiendo sus dedos en abejas y haciéndolas zumbar en dirección a la garganta de Terri. Después dejó caer las manos a ambos lados.
            —Es perversa —dijo Mel—. A veces se me ocurre ir a su casa vestido de apicultor. Ya sabes: esa especie de yelmo con la plancha que te tapa la cara, los grandes guantes y el traje acolchado. Llamo a la puerta y suelto el enjambre dentro de la casa. Pero antes tendría que asegurarme de que no estuvieran los chicos, por supuesto.
            Cruzó las piernas. Le llevó su tiempo hacerlo. Luego puso ambos pies en el suelo y se inclinó hacia adelante, con los codos sobre la mesa y la barbilla en el hueco de las manos.
            —Puede que no llame a mis hijos. Puede que no fuera tan buena idea. Puede que lo que hagamos sea irnos a cenar. ¿Qué les parece?
            —A mí me parece bien —asentí—. Comer o no comer. O seguir bebiendo. Yo podría seguir hasta que anochezca.
            —¿Qué quieres decir, cariño? Preguntó Laura.
            —Exactamente lo que he dicho —respondí—. Que podría seguir. Eso es todo lo que he dicho.
            —Pues yo comería algo —confesó Laura—. Creo que no he tenido tanta hambre en mi vida. ¿Hay algo para picar?
            —Sacaré queso y galletas —dijo Terri.
            Pero Terri siguió sentada. No se levantó ni trajo nada.
            Mel volcó su vaso. Lo derramó sobre la mesa.
            —Se acabó la ginebra —anunció.
            —¿Y ahora qué? —dijo Terri.
            Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que hacíamos allí sentados, sin movernos ninguno lo mínimo, ni siquiera cuando la cocina quedó a oscuras.


[1]  Mel dice vessels (vasijas, navíos) en lugar de vassals (vasallos). La confusión es en inglés quizá venial merced a la gran similitud fonética entre ambos vocablos. En castellano, sin embargo, al no existir una palabra susceptible de confundirse verosímil y equiparablemente con “vasallo”, se ha juzgado inevitable recurrir a una deformación —forzada— de la palabra misma. (N. del T.)

lunes, 16 de marzo de 2015

La persistencia del ayer (a propósito de Labio de Liebre de Fabio Rubiano Orjuela)

Por: Nelson Zorro Gutiérrez

Una de mis reflexiones más frecuentes durante el 2015 está relacionada con el tiempo y el desencanto con el modelo lineal por medio del cual nos han enseñado a entenderlo. Cada día me convenzo más de que el pasado realmente no termina de pasar y de que el presente es simplemente una colcha tejida de recuerdos apenas afectada por las circunstancias del hoy. Por supuesto, este tema ha sido tratado en la literatura desde el modernismo (que yo sepa) y ha sido recurrente en las artes. Sin embargo, nunca antes le había prestado atención, y solo cuando comencé a dudar de la solidez de mi salud mental fue que lo tomé en serio. El primer campanazo que me puso a pensar más detenidamente sobre la persistencia del ayer en el hoy fue de naturaleza onírica. Muchas veces, en la soledad y la oscuridad de mi habitación, cierro los ojos y de repente ya no estoy en Bogotá, sino en mi  habitación de Madrid. Con la ausencia de luz, los recuerdos se hacen más sólidos, mucho menos etéreos, e imagino que de repente me puedo levantar y recorrer a ciegas el mismo espacio de mi habitación en la calle de Juan Pascual que me sé de memoria. Y aunque no sea una realidad tangible, estoy allí. No importa que, desde la objetividad más certera, mi cuerpo yazga sobre mi cama a este lado del Atlántico, no importa, algunas noches puedo cerrar los ojos y estar allá. Pero no solo ocurre que el viaje mental (sin ningún tipo de estímulo psicoactivo) se dé en términos geográficos, también sucede en una escala temporal, también viajo al ayer, tres años atrás para ser precisos, y soy más joven, más ingenuo, más esperanzado. El punto al que quiero llegar es que hay momentos de la vida que no simplemente pasan y ya. No. Quedan ahí, perenes, acompañándonos quién sabe hasta cuándo, como parte integral del hoy. Además, tampoco hay que ponernos psicoanalíticos para ver que somos el pasado. Basta con mirar la habitación para entender que todo lo que está allí es una conversación con el yo de momentos anteriores. A excepción de las imperceptibles motas de polvo que se posan sobre las repisas constantemente, todo en la habitación es el ayer: ese cuadro comprado en Granada, esa postal de la Feria del Libro, esas medias regaladas por la abuela, todo. Tal vez por eso es que en otras culturas, como la maya, y otras tantas que desconozco, hay una concepción del tiempo que rompe la linealidad, algunos lo ven cíclico, otros, regresivo, pero yo lo veo superpuesto. Lo veo como un collage de momentos que se acumulan unos sobre otros, que se afectan entre sí y generan una simultaneidad.

Ahora bien, hablando de arte, la conexión que uno establece con las obras es orgánica, y depende de cómo estén funcionando los químicos de nuestro cerebro para sentirlas como propias o dejarlas en esa inagotable pila de textos, películas, esculturas, series, entre otras, que se acumulan en nuestra indiferencia. La comprensión de una obra depende de los referentes de que uno disponga, pero la apreciación de ella depende desde nuestro estado de ánimo actual hasta de nuestro trauma infantil más íntimo. Al famoso cliché de “uno ve lo que quiere ver”, le haría la ligera modificación de “uno ve lo que puede ver, lo que alcanza a ver, lo que nuestras circunstancias nos dejan ver”. Y bueno, entre una cosita de este párrafo, y otra del anterior, ayer fui a ver Labio de Liebre en el Teatro Colón, obra que lleva en temporada desde el 5 de marzo y espero que dure mucho tiempo disponible para el público bogotano; y me parece que cala en lo más profundo del espectador, pues no solo le cuenta una historia, sino que la hace vivir; no solo se entiende, sino que se hace coger afecto. 

Según la sinopsis, el eje temático es la venganza y el perdón. Plantea el conflicto de un completo hijueputa (pensé decir “uribista”, pero me pareció una ofensa ya salida de tono) que en medio de su destierro debe enfrentarse con su pasado de victimario. En un primer nivel de lectura, se puede apreciar que Rubiano presenta una reflexión sobre el conflicto armado, la necesidad de una memoria histórica y el valor de pedir perdón (la venganza se resalta más en el sentido de que no aparece). Además de herramientas semióticas muy bien pensadas en la escenografía y en la interpretación de los personajes, la obra se vale del humor para mostrar situaciones crueles similares a las de nuestra realidad nacional, pues sucede en un universo ficcional y nunca se menciona la palabra "Colombia". Ese recurso del humor resulta mucho más contundente en la trasmisión del mensaje que el amarillismo lastimero al que estamos acostumbrados a ver los domingos en la noche. En los aspectos técnicos podría despacharme en elogios a propósito de la calidad y el profesionalismo del montaje; en cuanto a las actuaciones, también podría regarme en congratulaciones por la naturalidad y credibilidad de Rubiano, de Valencia y de Toukhmanian (y de todo el casting) en escena; podría hablar de la necesariedad de la obra en un país en el que gracias a tanta corrupción y podredumbre mediática nos olvidamos de todo lo que sigue presente en la carne de nuestros vecinos y familiares que se han visto afectados tanto por los que hacen de malos como por los que hacen de buenos; pero todo eso se lo dejo a los críticos especializados que sabrán expresar mucho mejor tantos aspectos para resaltar de esta obra que se ha de convertir en una de las referencias más representativas del teatro colombiano.

Por mi parte, yo solo me referiré a dos aspectos: en primer lugar debo agradecer a Rubiano y a su equipo por tomarse en serio el trabajo de ser un artista, porque sé que para lograr algo tan significativo como lo que vi ayer en las tablas, son necesarias horas interminables de esfuerzo y de voluntad. Le doy gracias porque es capaz de valerse de una realidad nuestra y transformarla en una experiencia estética llena de lecturas en muchos niveles, que al mismo tiempo dialoga con las grandes obras literarias y teatrales de la cultura occidental, y sobre todo porque no las mira de abajo hacia arriba, sino que conversa de tú a tú, un poco con el surrealismo, un poco con el realismo fantástico, un poco con el psicoanálisis de la culpa, otro tanto con Charles Dickens y hasta con Polanski. Le agradezco a Rubiano porque le da dignidad y valía al arte en Colombia y con su obra dice “esto somos nosotros, estos son nuestros conflictos, estas nuestras reflexiones y este es nuestro lugar en el mundo”.

El segundo aspecto que llama mucho la atención, a propósito del primer párrafo, es el manejo del tiempo en la obra. Lo presenta precisamente como esa superposición de momentos, que a pesar de que ocurrieron hace mucho, siguen ahí, no solo como una huella o una cicatriz, sino como el puñal que sigue atravesando la piel. El ayer no se va, y por el contrario alza su voz y grita “acá me quedo”, incluso después del perdón. Labio de liebre nos muestra de manera metafórica, a través de los sutiles cambios en la vegetación de la escenografía y de la naturaleza misma de los personajes, cómo el ayer persiste en el hoy hasta el punto en que son lo mismo. Nos dice que resulta más sano reconocer esa realidad que el simple hecho de pensar que con darle vuelta a la página ya todo se solucionará. Que el tiempo todo lo cura, dicen algunos, lo dudo; más bien, se acumula y nosotros con él.


Marzo 16 de 2015.