Por: Nelson Zorro Gutiérrez
Una de mis reflexiones más frecuentes
durante el 2015 está relacionada con el tiempo y el desencanto con el modelo
lineal por medio del cual nos han enseñado a entenderlo. Cada día me convenzo
más de que el pasado realmente no termina de pasar y de que el presente es
simplemente una colcha tejida de recuerdos apenas afectada por las circunstancias
del hoy. Por supuesto, este tema ha sido tratado en la literatura desde el
modernismo (que yo sepa) y ha sido recurrente en las artes. Sin embargo, nunca
antes le había prestado atención, y solo cuando comencé a dudar de la solidez
de mi salud mental fue que lo tomé en serio. El primer campanazo que me puso a
pensar más detenidamente sobre la persistencia del ayer en el hoy fue de
naturaleza onírica. Muchas veces, en la soledad y la oscuridad de mi habitación,
cierro los ojos y de repente ya no estoy en Bogotá, sino en mi habitación de Madrid. Con la ausencia de luz,
los recuerdos se hacen más sólidos, mucho menos etéreos, e imagino que de
repente me puedo levantar y recorrer a ciegas el mismo espacio de mi habitación
en la calle de Juan Pascual que me sé de memoria. Y aunque no sea una realidad
tangible, estoy allí. No importa que, desde la objetividad más certera, mi cuerpo
yazga sobre mi cama a este lado del Atlántico, no importa, algunas noches puedo
cerrar los ojos y estar allá. Pero no solo ocurre que el viaje mental (sin
ningún tipo de estímulo psicoactivo) se dé en términos geográficos, también sucede
en una escala temporal, también viajo al ayer, tres años atrás para ser
precisos, y soy más joven, más ingenuo, más esperanzado. El punto al que quiero
llegar es que hay momentos de la vida que no simplemente pasan y ya. No. Quedan
ahí, perenes, acompañándonos quién sabe hasta cuándo, como parte integral del
hoy. Además, tampoco hay que ponernos psicoanalíticos para ver que somos el
pasado. Basta con mirar la habitación para entender que todo lo que está allí
es una conversación con el yo de momentos anteriores. A excepción de las
imperceptibles motas de polvo que se posan sobre las repisas constantemente,
todo en la habitación es el ayer: ese cuadro comprado en Granada, esa postal de
la Feria del Libro, esas medias regaladas por la abuela, todo. Tal vez por eso
es que en otras culturas, como la maya, y otras tantas que desconozco, hay una
concepción del tiempo que rompe la linealidad, algunos lo ven cíclico, otros,
regresivo, pero yo lo veo superpuesto. Lo veo como un collage de momentos que se
acumulan unos sobre otros, que se afectan entre sí y generan una simultaneidad.
Ahora bien, hablando de arte,
la conexión que uno establece con las obras es orgánica, y depende de cómo
estén funcionando los químicos de nuestro cerebro para sentirlas como propias o
dejarlas en esa inagotable pila de textos, películas, esculturas, series, entre
otras, que se acumulan en nuestra indiferencia. La comprensión de una obra
depende de los referentes de que uno disponga, pero la apreciación de ella
depende desde nuestro estado de ánimo actual hasta de nuestro trauma infantil
más íntimo. Al famoso cliché de “uno ve lo que quiere ver”, le haría la ligera
modificación de “uno ve lo que puede ver, lo que alcanza a ver, lo que nuestras
circunstancias nos dejan ver”. Y bueno, entre una cosita de este párrafo, y
otra del anterior, ayer fui a ver Labio
de Liebre en el Teatro Colón, obra que lleva en temporada desde el 5 de
marzo y espero que dure mucho tiempo disponible para el público bogotano; y me parece que cala en lo más profundo del espectador, pues no solo le cuenta una historia, sino que la hace vivir; no solo se entiende, sino que se hace coger afecto.
Según la sinopsis, el eje temático es la venganza y el perdón. Plantea el conflicto de un completo hijueputa (pensé decir “uribista”, pero me pareció una ofensa ya salida de tono) que en medio de su destierro debe enfrentarse con su pasado de victimario. En un primer nivel de lectura, se puede apreciar que Rubiano presenta una reflexión sobre el conflicto armado, la necesidad de una memoria histórica y el valor de pedir perdón (la venganza se resalta más en el sentido de que no aparece). Además de herramientas semióticas muy bien pensadas en la escenografía y en la interpretación de los personajes, la obra se vale del humor para mostrar situaciones crueles similares a las de nuestra realidad nacional, pues sucede en un universo ficcional y nunca se menciona la palabra "Colombia". Ese recurso del humor resulta mucho más contundente en la trasmisión del mensaje que el amarillismo lastimero al que estamos acostumbrados a ver los domingos en la noche. En los aspectos técnicos podría despacharme en elogios a propósito de la calidad y el profesionalismo del montaje; en cuanto a las actuaciones, también podría regarme en congratulaciones por la naturalidad y credibilidad de Rubiano, de Valencia y de Toukhmanian (y de todo el casting) en escena; podría hablar de la necesariedad de la obra en un país en el que gracias a tanta corrupción y podredumbre mediática nos olvidamos de todo lo que sigue presente en la carne de nuestros vecinos y familiares que se han visto afectados tanto por los que hacen de malos como por los que hacen de buenos; pero todo eso se lo dejo a los críticos especializados que sabrán expresar mucho mejor tantos aspectos para resaltar de esta obra que se ha de convertir en una de las referencias más representativas del teatro colombiano.
Según la sinopsis, el eje temático es la venganza y el perdón. Plantea el conflicto de un completo hijueputa (pensé decir “uribista”, pero me pareció una ofensa ya salida de tono) que en medio de su destierro debe enfrentarse con su pasado de victimario. En un primer nivel de lectura, se puede apreciar que Rubiano presenta una reflexión sobre el conflicto armado, la necesidad de una memoria histórica y el valor de pedir perdón (la venganza se resalta más en el sentido de que no aparece). Además de herramientas semióticas muy bien pensadas en la escenografía y en la interpretación de los personajes, la obra se vale del humor para mostrar situaciones crueles similares a las de nuestra realidad nacional, pues sucede en un universo ficcional y nunca se menciona la palabra "Colombia". Ese recurso del humor resulta mucho más contundente en la trasmisión del mensaje que el amarillismo lastimero al que estamos acostumbrados a ver los domingos en la noche. En los aspectos técnicos podría despacharme en elogios a propósito de la calidad y el profesionalismo del montaje; en cuanto a las actuaciones, también podría regarme en congratulaciones por la naturalidad y credibilidad de Rubiano, de Valencia y de Toukhmanian (y de todo el casting) en escena; podría hablar de la necesariedad de la obra en un país en el que gracias a tanta corrupción y podredumbre mediática nos olvidamos de todo lo que sigue presente en la carne de nuestros vecinos y familiares que se han visto afectados tanto por los que hacen de malos como por los que hacen de buenos; pero todo eso se lo dejo a los críticos especializados que sabrán expresar mucho mejor tantos aspectos para resaltar de esta obra que se ha de convertir en una de las referencias más representativas del teatro colombiano.
Por mi parte, yo solo me
referiré a dos aspectos: en primer lugar debo agradecer a Rubiano y a su equipo por tomarse en serio el trabajo de ser un artista, porque sé que
para lograr algo tan significativo como lo que vi ayer en las tablas, son
necesarias horas interminables de esfuerzo y de voluntad. Le doy gracias porque
es capaz de valerse de una realidad nuestra y transformarla en una experiencia
estética llena de lecturas en muchos niveles, que al mismo tiempo dialoga con las
grandes obras literarias y teatrales de la cultura occidental, y sobre todo porque
no las mira de abajo hacia arriba, sino que conversa de tú a tú, un poco con el
surrealismo, un poco con el realismo fantástico, un poco con el psicoanálisis
de la culpa, otro tanto con Charles Dickens y hasta con Polanski. Le agradezco
a Rubiano porque le da dignidad y valía al arte en Colombia y con su obra dice “esto
somos nosotros, estos son nuestros conflictos, estas nuestras reflexiones y
este es nuestro lugar en el mundo”.
El segundo aspecto que llama
mucho la atención, a propósito del primer párrafo, es el manejo del tiempo en la
obra. Lo presenta precisamente como esa superposición de momentos, que a pesar de
que ocurrieron hace mucho, siguen ahí, no solo como una huella o una cicatriz,
sino como el puñal que sigue atravesando la piel. El ayer no se va, y por el
contrario alza su voz y grita “acá me quedo”, incluso después del perdón. Labio de liebre nos muestra de manera metafórica,
a través de los sutiles cambios en la vegetación de la escenografía y de la
naturaleza misma de los personajes, cómo el ayer persiste en el hoy hasta el
punto en que son lo mismo. Nos dice que resulta más sano reconocer esa realidad
que el simple hecho de pensar que con darle vuelta a la página ya todo se
solucionará. Que el tiempo todo lo cura, dicen algunos, lo dudo; más bien, se acumula y nosotros con él.
Marzo 16 de 2015.