martes, 17 de abril de 2012

Visita a la cárcel


Cuando llegamos a la cárcel nos recibió una mujer muy amable. Era ella quien daba la orden de abrir las tres entradas de rejas para darnos paso. Nos dio la bienvenida y nos explicó cómo sería la visita. Veríamos primero la cafetería, luego las celdas y por último el patio donde pasaban el tiempo los presos. Antes de comenzar el recorrido, ella recibió una llamada que la dejó un poco preocupada. Nos avisó que tendríamos que acelerar la agenda, pues habían capturado a una pandilla completa. Ella debería recibirlos y ubicarlos en sus celdas. Su sonrisa ya no se veía tan natural como al principio.

Comenzamos a recorrer los pasillos de aquel lugar. Eran muy distintos a como me los imaginaba, pues estaban muy iluminados, con el techo alto y de ninguna manera estrechos. Las celdas no tenían rejas, sino unos ventanales gigantescos, vidrio del piso al techo. Había camas con colchones gruesos que invitaban al descanso. Se respiraba limpieza en el lugar. En unas celdas no había prisioneros sino unas gorilas hembras arrullando a bebés de cabello rubio, como si fuera un zoológico.

Por más agradable que pareciera el lugar, nunca me sentí cómodo del todo. Yo no estaba allí por voluntad propia. Era una actividad obligatoria de la fundación que me trajo a España. La gente nos miraba con muy poca simpatía. Yo prefería quedarme callado para que no se dieran cuenta de que era latino. Quería evitar problemas. De cierta manera, creía que ser libre e ir a ver el lugar donde viven los presos a manera de excursión era una ofensa para ellos.

Pasamos por una celda en la que estaba una gorila más, pero no tenía el bebé en sus brazos. La señora nos propuso, de una manera despreocupada, como si fuera algo normal y divertido, el juego de buscar al bebé. Nos dijo que nos montáramos en unos triciclos para poder encontrarlo más rápido. Abrió uno de los ventanales y entramos. Por dentro el lugar conducía a un laberinto. Me llamó la atención que todos íbamos juntos, girando por las mismas esquinas, mas yo quería encontrar al dichoso bebé y salir rápido de esa cárcel. No me interesaba permanecer más tiempo allí. Me separé del grupo y al poco tiempo encontré al bebé. Estaba gateando sin preocupaciones, como si conociera todo el mapa del laberinto. Lo monté en el triciclo y lo llevé a los brazos de la gorila. Al ver la alegría de ambos por estar juntos, me emocioné y sentí ternura. Estuve sentado contemplándolos por un largo rato. No obstante, la tranquilidad de la escena se rompió cuando se disparó una alarma estruendosa. Las puertas de todas las celdas se cerraron. Alguien gritaba por un altavoz que no nos preocupáramos, que intentarían controlar la situación y que permaneciéramos en “nuestras” celdas.  El niño comenzó a llorar, la gorila intentaba tranquilizarlo, pero por los pasillos había un gran revuelo, la gente gritaba, se oían disparos, los guardias corrían.

En la celda que yo estaba se cerraron los caminos del laberinto. Quedé en un espacio reducido. Encerrado me sentía un poco seguro, pero no podía dejar de pensar que me quedaría allí de por vida. Tal vez, por ser colombiano, nadie creería que yo era libre, que había venido solo a estudiar. Lo más probable era que creyeran que yo estaba ahí por problemas de narcotráfico. Ninguno de mis compañeros estaba a la vista. Me sentí abandonado, condenado. Miré por la ventana que daba hacia la calle. Había tres prostitutas, una de ellas se acercó, abrió la ventana y me mostró un cuchillo sangrado, me dijo que se lo guardara. Ahora sí que estaba jodido con eso en mi celda.

Escuché explosiones, disparos, golpes. Pero de repente, todo quedó en silencio por un minuto, apenas se escuchaba el ruido blanco de altavoz, como una radio sin sintonizar. Ya no había ni gorila ni bebé, solo yo escondido debajo de una cama mirando a través del ventanal hacia los pasillos. Vi los pies de los pandilleros llegar y detenerse allí afuera. Uno de ellos llevaba a la señora que nos abrió la puerta a la llegada. La traía esposada y la halaba del cabello. Él lanzo un grito diciendo: “Hoy todos se van morir, hijueputas, se van a morir. Nadie va a quedar para contarlo”. Otro pandillero sacó una jeringa de esas con las que inyectan a las vacas, llena de un líquido aguamarinoso y se la clavó en el cuello a la señora. Los dos últimos sonidos que escuché fueron el grito de ella y el ta-ta-ta-ta-ta-ta-tá de las ametralladoras. Supe que nunca saldría de allí con vida.

Lo que me inquieta es que, a pesar de no ser un relato real y ni siquiera verosímil, me lo creí completo y me afectó toda una mañana después de soñarlo. 

Nelson Zorro G.

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