Ayer cuando
iba camino a casa, pasé por el frente de un escaparate donde se exhibían
camisetas tipo polo de Lacoste. Se veían refinadas, sofisticadas. Los colores y el diseño me llamaron la atención. Con curiosidad me incliné un poco para ver el precio
de una que me gustó en particular. 50€. Seguí mi camino pensando si valía la
pena comprarla porque bonita sí era.
Tenía un diseño que se ajustaba para resaltar los pectorales y más abajo se
ceñía al abdomen. Era una camiseta larga de tela gruesa y aunque era informal
de alguna forma brindaba un aire de elegancia. Pensé que si evitaba comer en restaurantes y si ahorraba en las cosas de aseo consiguiéndolas un tanto más baratas, la
podría comprar. Sonreí mientras cruzaba una calle. Me imaginé poniéndomela y
viéndome al espejo, y fue entonces cuando se me quitó la cara de ponqué. Me
visualicé metiendo barriga para que no se notara que no he estado muy
pendiente de una alimentación sana y un ritmo de vida saludable. También noté que,
aunque era de mi talla por el tamaño de mi espalda, me llegaba más abajo del
culo. Me quedaba muy larga. Tampoco los colores se veían igual bajo la luz
amarillenta del bombillo de mi habitación. Ya no estaban tan vivos; lo que se
veía verde en la vitrina ahora tenía un tono opaco, más bien tristón. Caí en
cuenta de que simplemente esa ropa no estaba hecha para mí. Está diseñada para
hombres europeos, y ni siquiera para todos ellos, apenas para los que son
altos, de hombros anchos y cintura trabajada, aquellos hombres de gimnasio y
sonrisa encantadora, preferiblemente un tono piel blanco medio bronceado y, si se puede, preferiblemente
de ojos verdes. En ellos esa camiseta se debía ver espectacular, asombrosa,
magnífica; en cambio yo me vería disfrazado, me sentiría incómodo. Supe que esa situación
tenía un valor de categoría. Era un síntoma más de un estilo de vida que
tenemos naturalizado y en el que pocas veces reparamos a pensar. Por todas
partes hay publicidad de modelitos perfectos, en cada valla, en cada comercial
televisivo. Toda la ropa se ve bien en ellos, el shampoo resalta sus cabellos
brillantes, los perfumes huelen diez veces mejor si ellos lo usan, y hasta las
máquinas de afeitar estar diseñadas para sus caras siempre angulosas y nunca
rollizas. En pocas palabras, nada de lo que venden está diseñado para mí, ni
siquiera el agua embotellada, porque es para aquellos sedientos que están
fatigados después de recorrer la playa de Malibú tres veces. La
cerveza está hecha únicamente para los heterosexuales que desean beberla en
compañía de chicas águila con tetas de silicona. Los chicles son para jóvenes
de sonrisas blancas blancas y dientes perfectamente esculpidos, no para hombres
de colmillos montados como yo.
Sí, es
cierto, lo que digo no es nuevo. En el aire está desde hace mucho tiempo el
desencanto frente a la sociedad de consumo. Sé que corro el riesgo de parecer
un panfletario antisistema más, y sin embargo, aunque desde hace varias décadas se ha criticado el consumismo, lo cierto es que la sociedad no termina de
rumiar, de digerir estas ideas. Hoy en día sigo conociendo personas que aun siendo
muy cultas y admirablemente reflexivas siguen con un discurso de auto-reproche
por no tener las medidas perfectas. Sigo viendo hombres que usan cosas que no
les quedan bien solo porque son de marca. Sigo viendo jóvenes hambrientos por
adoptar las nuevas modas que llegan desde el “primer mundo”.
En Colombia
siempre miramos hacia afuera. Lo cual no está mal, de hecho es necesario. El
inconveniente surge cuando se naturaliza la idea de que lo de afuera siempre
será mejor, cuando se acoge todo lo de afuera sin ni siquiera adaptarlo a
nuestras necesidades. Por eso es que se ve tanto ñero emo, tanto metacho
traduciendo letras de canciones en google translator, tanto hincha del Barça
creyéndose Messi cuando hace un gol en la cancha de micro del barrio Santafé.
Usamos modas y productos más por inercia, porque sí. El problema es que al poco
tiempo nos damos cuenta de que algo no funciona. La chica que se volvió gótica en Kennedy dos semanas después estaba bailando reguetón en la fiesta de su prima,
el pelado en Suba se compró unos Converse que siempre que los usaba se le
ampollaba el meñique, el colombiano morenito se cortó el cabello como un
cantante inglés, pero siguió siendo morenito, a su pesar. Y cuando todo esto
pasa, no se culpa a la moda o al producto, nos culpamos a nosotros mismos.
Estamos viendo las cosas al revés. Pensamos que el cauce de los ríos fue
trazado para pasar por debajo de los puentes, y no que los puentes fueron
creados para pasar por encima del río. Preferimos sentirnos miserables porque
la camisa Lacoste no nos queda buena, porque se me va a ver un gordito, porque
no voy a lucir como el modelo de la valla en la parada del bus. Pero ¿quién se
atreve a culpar a la marca, a la moda? Pocos en verdad, el resto prefiere
seguir jugando el rol de ser un chango vestido de paño, la muñeca negra y gordita
que venden en la 13 vestida de Barbie, el mestizo que juega a ser neonazi. Preferimos ser "otro" a las malas que asumir buscar una identidad que responda a nuestras verdaderas necesidades.
Hoy volví a
pasar al frente del mismo escaparte. Preferí valorarme esta vez.
muy cierto.
ResponderEliminarBuena artículo!..
ResponderEliminarSaludos.
A mas de uno le cae como anillo al dedo, lastima que este tipo de artículos no lo lean ese tipo de personas.
ResponderEliminarBuena reflexión. No está demás querer verse bien, comprar cosas de marca. A veces es inevitable. Lo malo está en que se le pase a uno por la cabeza que por tener algún artículo de esos, va a mejorar sus vida o aspecto en alguna forma. Lo único válido es lo que uno tiene en la cabeza. Eso perdura, no se lava, no se compra, se adquiere, pero no vale.
ResponderEliminarMe gustó mucho la última frase: "Preferí valorarme esta vez."
ResponderEliminar