(Aclaración inicial: Aunque el texto es sacado de esta página web [https://teecuento.wordpress.com/2009/08/18/de-que-hablamos-cuando-hablamos-de-amor-r-carver/], está actualizado en acentuación y modificado al español de Colombia por Nelson Zorro. También se hicieron correcciones a la traducción y en el uso de los signos ortográficos. En pocas palabras, la traducción era una completa porquería y yo la arreglé. Que disfruten esta joya)
Estaba hablando mi amigo Mel McGinnis. Mel
McGinnis es cardiólogo, y eso le da a veces derecho de hacerlo. Estábamos los cuatro sentados a la mesa de la
cocina de su casa, bebiendo ginebra. El sol, que entraba por el ventanal de
detrás del fregadero, inundaba la cocina. Estábamos Mel y yo y su segunda
mujer, Teresa —la llamábamos Terri— y Laura, mi mujer. Entonces vivíamos en
Alburquerque. Pero todos éramos de otra parte.
Había un cubo con hielo encima de la mesa. La ginebra y la tónica circulaban
sin parar, y surgió no sé cómo el tema del amor. Mel opinaba que el verdadero
amor no era otra cosa que el amor espiritual. Dijo que se había pasado cinco
años en un seminario antes de salirse para estudiar medicina. Dijo que aún
recordaba aquellos años del seminario como los más importantes de su vida.
Terri dijo que el hombre con quien vivía antes de vivir con Mel la quería tanto
que había intentado matarla. Luego continuó:
—Una noche me dio una paliza. Me arrastró por toda la sala tirando de mis
tobillos. Y me decía una y otra vez: “Te quiero, te quiero, zorra”. Y mi cabeza
no paraba de golpear contra las cosas. —Terri nos miró—. ¿Qué se puede hacer
con un amor así?
Era una mujer de huesos finos y cara bonita, ojos oscuros y una melena castaña
que le caía por la espalda.
Le gustaban los collares de turquesas y los pendientes largos.
—Dios mío, no seas boba. Eso no es amor, y tú lo sabes —dijo Mel—. No sé cómo
podríamos llamarlo, pero estoy seguro de que no debemos llamarlo amor.
—Tú dirás lo que quieras, pero sé que era amor —protestó Terri—. Puede sonarte
a disparate, pero es verdad. La gente es diferente, Mel. Algunas veces actuaba
como un loco, es cierto. Lo admito. Pero me amaba. A su modo, quizá pero me
amaba. En todo aquello había amor, Mel. No digas que no.
Mel suspiró. Levantó el vaso y se volvió a Laura y a mí.
—Me amenazó con matarme —dijo. Apuró el vaso y alargó la mano hacia la botella
de ginebra—. Terri es una romántica. Terri es de la escuela de dame-una-patada-y-así-sabré-que-me-amas. Terri, cariño, no pongas esa cara.
Mel alargó la mano por encima de la mesa y tocó la mejilla de Terri con los
dedos. Y le sonrió.
—Ahora quiere arreglarlo —dijo Terri.
—¿Arreglar qué? —saltó Mel—. ¿Qué es lo que tengo que arreglar? Yo sé lo que
sé. Eso es todo.
—De todas formas, ¿cómo nos hemos puesto a hablar de esto? —Terri llevantó el
vaso, bebió y añadió— Mel siempre tiene metido el amor en la cabeza. ¿No es verdad
cariño?—sonrió. Pensé que el tema iba a quedar zanjado.
—Yo no llamaría amor al comportamiento de Ed. Eso es lo único que he dicho,
cariño—puntualizó Mel—. ¿Y qué opinan ustedes? —Mel se dirigía a Laura y a mí—.
¿Les parece que eso es amor?
—No soy la persona más apropiada para responder —respondí yo—. Ni siquiera
conocí a ese Ed. Solo lo he oído mencionar de pasada. No me atrevo a juzgarlo.
Tendría que conocer los detalles. Pero creo que lo que estás diciendo es que el
amor es un absoluto.
Mel aclaró:
—Lo es el tipo de amor al que me refiero. El tipo de amor al que me refiero no
te lleva a intentar matar gente.
Laura intervino:
—Yo no sé nada de Ed ni de la situación. Pero ¿quién puede juzgar la situación
de otro?
Toqué el dorso de la mano de Laura. Me envió una rápida sonrisa. Le cogí la
mano. Estaba cálida: las uñas pulidas: una perfecta manicura. Rodeé su ancha
muñeca con los dedos, y la abracé.
—Cuando
me fui, se tomó un matarratas —explicó Terri. Se apretó los brazos con las
manos—. Lo llevaron al hospital de Santa Fe. Vivíamos allí entonces, a unas
diez millas. Le salvaron la vida pero se le enloquecieron las encías. Quiero
decir que era como si se le separaran de los dientes. Desde entonces, los
dientes le sobresalían, como colmillos. Dios mío —suspiró Terri. Aguardó unos
instantes; luego se soltó los brazos y cogió el vaso.
—¡Qué cosas llega a hacer la gente! —exclamó Laura.
—Ahora está fuera de juego —dijo Mel—. Murió.
Mel me pasó el plato de limas. Cogí un trozo. Lo exprimí en mi vaso y removí
los cubitos con los dedos.
—Es más grave que eso —dijo Terri—. Se pegó un tiro en la boca. Pero tampoco le
salió bien. Pobre Ed —Sacudió la cabeza.
—Ni pobre Ed ni nada —dijo Mel. —Era peligroso.
Mel tenía cuarenta y cinco años. Era alto y ágil y tenía el pelo rizado y
suave. Cara y brazos bronceados por el tenis. Cuando estaba sobrio, sus gestos,
sus movimientos, eran precisos, en extremo cuidadosos.
—Pero me amaba, Mel. Concédeme eso —insistió Terri—. Es lo único que te pido.
No me amaba de la forma que tú me amas. No estoy diciendo eso. Pero me amaba.
Podrás concederme eso, ¿no?
—¿Qué quieres decir con que no le salió bien? —pregunté.
Laura se inclinó hacia delante con el vaso. Apoyó los codos sobre la mesa y
sostuvo el vaso con ambas manos. Miró a Mel y luego a Terri, y aguardó con
expresión de perplejidad en su cara franca, como si se asombrara de que tales
cosas les pudieran suceder a los amigos.
—¿Cómo dices que le salió mal si se mató? —inquirí.
—Te lo contaré yo —dijo Mel—. Cogió su pistola del veintidós, la que se había
comprado para amenazarnos a Terri y a mí. Hablo en serio, ese hombre siempre
estaba amenazándonos. Deberías haber visto el tipo de vida que llevábamos
entonces. Éramos como fugitivos. Hasta yo me compré una pistola. ¿Pueden creerlo?
¡Un tipo como yo! Pero lo hice. Me la compré para defenderme, y la llevaba
en la guantera. A veces tenía que salir del apartamento en mitad de la noche.
Para ir al hospital, ya saben. Terri y yo no nos habíamos casado todavía, y mi
primera mujer se había quedado con la casa y los chicos, con el perro, con
todo. Y Terri y yo vivíamos en este apartamento. A veces, como digo, me
llamaban en mitad de la noche y tenía que ir al hospital a las dos o las tres
de la madrugada. El parqueadero estaba completamente oscuro, y antes de llegar
al carro me ponía a sudar. Nunca sabía si iba a salir de unos arbustos o de
detrás de un carro y empezar a dispararme. Quiero decir que ese hombre estaba
loco. Era capaz de ponerte una bomba, de cualquier cosa. Llamaba al servicio
médico a todas horas, y decía que necesitaba hablar con el doctor, y cuando me
ponía al aparato me decía: “Hijo de perra, tus días están contados”. Y
nimiedades por el estilo. Era algo que daba miedo. Créanme.
—A mí me sigue dando lástima —confesó Terri.
—Parece una pesadilla —dijo Laura—¿Pero qué sucedió exactamente después de que
se pegara el tiro?
Laura es secretaria jurídica. Nos habíamos conocido en el campo profesional. Y
antes que nos diéramos cuenta éramos novios. Tiene treinta y cinco años, tres
menos que yo. Además de estar enamorados nos gustamos y disfrutamos de nuestra
mutua compañía. Es una mujer con la que es fácil llevarse bien.
—¿Qué
sucedió? —insistió Laura.
Mel explicó:
—Se pegó un tiro en la boca, en su cuarto. Alguien oyó el disparo y avisó al
gerente. Entraron con una llave maestra y vieron lo que pasaba y llamaron una
ambulancia. Coincidió que yo estaba allí cuando lo llevaron, pero su estado era
irreversible. Vivió tres días. La cabeza se le hinchó, se le puso de tamaño
doble al de una cabeza normal. Nunca había visto nada semejante, y espero no
volver a verlo. Terri, al enterarse, quiso ir al hospital para estar con él.
Reñimos por culpa de eso. Yo opinaba que no debía verlo en aquel estado.
Pensaba que no debía verlo, y sigo pensando lo mismo.
—¿Quién se salió con la suya? —dijo Laura.
—Yo estaba con él en su habitación cuando murió —precisó Terri—. No recuperó el
conocimiento en ningún momento. Pero me quedé con él. No tenía a nadie más.
—Era peligroso —dijo Mel—. Si quieres llamarlo amor, allá tú.
—Era amor —repitió Terri—. Ya sé que era un amor anormal para la mayoría de la
gente. Pero estaba dispuesto a morir por su amor. Murió por él.
—Pues para mí eso no era amor, puedes estar segura —dijo Mel—. Lo que quiero
decir es que nadie sabe por qué lo hizo. He visto muchos suicidas, y en mi
opinión nadie ha sabido nunca por qué lo hicieron.
Mel se puso las manos en la nuca e inclinó la silla hacia atrás.
—No me interesa ese tipo de amor —declaró—. Si para ti eso es amor, allá tú.
Terri explicó:
—Estábamos asustados. Mel incluso hizo testamento, y escribió a su hermano, que
había sido Boina Verde y vivía en California, diciéndole a quién debía buscar
si algo le sucedía.
Terri bebió de su vaso. Prosiguió:
—Pero Mel tiene razón: vivíamos como fugitivos. Teníamos miedo. Mel tenía
miedo, ¿verdad, cariño? Yo, llegado cierto momento, hasta llamé a la policía,
pero no sirvió de nada. Me aseguraron que no podían actuar mientras Ed no
hiciera algo concreto. ¿No tiene gracia? —dijo Terri.
Se sirvió lo que quedaba de ginebra y agitó la botella. Mel se levantó y fue al
aparador. Sacó otra botella.
—Bien, Nick y yo sabemos lo que es amor —dijo Laura—. Para nosotros, por lo
menos. —Laura me dio un golpecito en la rodilla con la suya—. Se supone que
ahora debes decir algo —insinuó, y se volvió hacia mí sonriendo.
A modo de respuesta, cogí la mano de Laura y me la llevé a los labios. La besé
con gran fruición y vehemencia. Todos mostraron su regocijo.
—Somos afortunados —declaré.
—Eh, muchachos —exclamó Terri—. Párenla. Me están dando nauseas. Aún siguen en
la luna de miel, santo Dios. Aún están lejos, ¿será posible? Pero ya verán.
¿Cuánto tiempo llevan juntos? ¿Cuánto tiempo hace? ¿Un año? ¿Más de un año?
—Un año y medio —contestó Laura, ruborizada y sonriente.
—Ah, vea pues —dijo Terri—. Pues esperen un poco. Levantó el vaso y miró a
Laura.
—Solo estoy bromeando —puntualizó Terri.
Mel abrió la botella y nos sirvió ginebra
—Vamos, muchachos —intervino—. Brindemos. Quiero proponer un brindis. Un
brindis por el amor. Por el amor verdadero.
Hicimos chocar los vasos.
—Por el amor —coreamos.
Afuera, en el patio, empezó a ladrar uno de los perros. Las hojas
del álamo temblón que pendían al otro lado de la ventana golpeaban tenuemente
el cristal. El sol de la tarde era como una presencia en la cocina: la ancha
luz de la calma y la generosidad. Podríamos haber estado en cualquier otro
lugar, en algún lugar encantado. Volvimos a alzar los vasos y nos sonreímos
unos a otros como niños que han pactado algo prohibido.
—Voy a explicarles lo que es el amor verdadero —dijo Mel—. Voy a ponerles un
buen ejemplo. Luego podrán sacar sus propias conclusiones. —Se sirvió ginebra.
Añadió un cubito de hielo y una rodajita de lima. Esperamos, bebimos a pequeños
sorbos. Laura y yo volvimos a juntar nuestras rodillas. Le puse la mano en el
cálido muslo y la dejé allí encima.
—¿Qué es lo que cualquiera de nosotros sabe realmente del amor? —dijo Mel— Creo
que en el amor no somos más que principiantes. Decimos que nos amamos, y nos
amamos, no lo dudo. Yo amo a Terri y Terri me ama a mí, también ustedes se aman.
Ya saben a qué tipo de amor me refiero ahora. Al amor físico, ese impulso que
te arrastra hacia alguien concreto, y al amor que inspira el ser de otra
persona. La esencia de esa persona, podríamos decir. El amor carnal y, bueno,
digamos el amor sentimental, ese cuidado cotidiano a la otra persona. Pero a
veces me resulta difícil explicarme el hecho de que también debí de amar a mi
primera mujer. Pero la amé, sé que la amé. Así que supongo que soy como Terri a
ese respecto. Como Terri y Ed. —Se quedó pensando en ello y luego continuó—
Hubo un tiempo en que creí que amaba a mi exmujer más que a la propia vida.
Pero ahora la aborrezco. De verdad. ¿Cómo se explica eso? ¿Qué ha sido de aquel
amor? ¿Qué ha sido de él? Eso es lo que quisiera yo saber. Me gustaría que
alguien pudiera decírmelo. Ahí tenemos a Ed. De acuerdo, otra vez a Ed. Ama
tanto a Terri que trata de matarla, y acaba matándose a sí mismo.
—Calló y bebió un trago de ginebra—. Ustedes
llevan juntos dieciocho meses, y se aman. Se les nota en todo. Rebosan amor.
Pero los dos han amado a otra gente antes de encontrarse. Los dos han estado
casados antes, igual que nosotros. Y probablemente habrán amado a otras
personas antes de su primer matrimonio. Terri y yo llevamos juntos cinco años,
y casados cuatro. Y lo terrible, lo terrible, aunque también lo bueno, la
gracia salvadora, podríamos decir, es que si algo nos pasara a alguno de
nosotros, perdónenme que lo diga, si algo nos pasara a alguno de nosotros,
mañana, creo que el otro, la otra persona, lo pasaría mal una temporada, ¿entienden?,
y volvería a amar, tendría a alguien muy pronto. Y todo esto, todo el amor del
que hablamos no sería sino un recuerdo. Y puede que ni siquiera un
recuerdo. ¿Me equivoco? ¿Estoy desvariando? Porque quiero que me corrijan
si no estoy en lo cierto. Quiero saber. Porque no sé nada, ¿entienden? Y soy el
primero en admitirlo.
—Mel, por amor de Dios —intervino Terri. Se inclinó hacia él y le tomó de la
muñeca—. ¿Estás prendido, cariño? ¿Estás borracho?
—Cariño, solo estoy hablando —protestó Mel—. ¿Vale? No necesito estar borracho
para decir lo que pienso. Estamos hablando, ¿no es eso? —dijo, y fijó la mirada
en ella.
—No te estoy criticando —aseguró Terri.
Terri cogió su vaso.
—Hoy no estoy de guardia —puntualizó Mel—. Permíteme que te lo recuerde. No
estoy de guardia.
—Mel, te queremos —dijo Laura.
Mel miró a Laura. La miró como si no lograra situarla, como si no fuera la
mujer que era.
—Yo también te quiero, Laura —dijo Mel—. Y a ti, Nick. También te quiero a ti.
¿Saben algo? —se interrumpió—. Ustedes son nuestros parceros —afirmó y cogió el
vaso.
—Iba a contarles algo —empezó Mel—. Bueno,
iba a demostrar algo. Verán: sucedió hace unos meses, pero sigue sucediendo en
este mismo instante, y es algo que debería hacer que nos avergoncemos cuando
hablamos como si supiéramos de qué hablamos cuando hablamos de amor.
—Vamos, Mel —le regañó Terri—. No hables como si estuvieras borracho si no lo
estás.
—Cállate por una vez en la vida —le pidió Mel con suma calma—. ¿Me harás ese
favor, solo durante un minuto? Como iba diciendo, hay una vieja pareja que tuvo
un accidente en la autopista interestatal. Un jovencito chocó con ellos y los
dejó vueltos mierda. Nadie les daba muchas probabilidades de salir con vida.
Terri nos miró y luego miró a Mel. Parecía ansiosa, aunque quizá esta sea una
palabra demasiado fuerte.
Mel nos pasaba la botella.
—Yo estaba de guardia aquella noche —explicó— era mayo, o quizá junio. Terri y
yo acabábamos de sentarnos a la mesa cuando llamaron del hospital. Era por lo
de ese accidente de una interestatal. Un jovencito borracho, un adolescente,
había estrellado la camioneta de su papá contra la caravana de los viejos.
Tenían unos setenta y tantos años, los viejos. El chico dieciocho o diecinueve
o algo así, murió al llegar al hospital. Se había hundido el volante en el
esternón. La pareja de ancianos seguía con vida, ya ven. Bueno, malamente.
Tenían de todo. Fracturas múltiples, heridas internas, hemorragias, contusiones,
desgarrones, de todo, y conmoción cerebral, los dos. Créanme, un estado
lamentable. Y, claro está, la edad lo empeoraba todo. Creo que ella estaba
bastante peor que él. Se le había reventado el bazo, para acabar de completarlo.
Y tenía las dos rótulas fracturadas. Pero llevaban puestos los cinturones de
seguridad, y bien sabe Dios que eso fue lo que les salvó de una muerte
instantánea.
—Chicos, he aquí un aviso del Consejo Nacional de Seguridad Vial. Vuestro
portavoz, el doctor Melvin R. McGinnis les dice—Terri rio—. Mel —dijo ella—, a
veces te pasas. Pero te quiero, cariño.
—Cariño, te quiero —declaró Mel.
Adelantó el cuerpo por encima de la mesa. Terri fue a su encuentro. Se besaron.
—Terri tiene razón —corroboró Mel, de nuevo en su silla—. Usen siempre
los cinturones de seguridad. Pero hablando en serio, los viejos estaban muy
mal. Cuando llegué abajo, el chico había muerto, como ya les he dicho. Estaba
en un rincón, tendido en una camilla. Reconocí por encima a los viejos y le
dije a la enfermera de urgencias que hiciera bajar inmediatamente a un
neurólogo y a un traumatólogo y a un par de cirujanos.
Bebió un trago de ginebra.
—Trataré de no extenderme —continuó—. Los subimos al quirófano y los operamos
putamente casi toda la noche. Qué increíble resistencia la de esos viejos.
Raras veces se ve algo parecido. De modo que hicimos todo lo que estaba en
nuestra mano, y al filo de la mañana les dábamos un cincuenta por ciento de
probabilidades, quizá algo menos a ella. Y helos ahí por la mañana, vivos.
Bien, pues los instalamos en Cuidados Intensivos, se pasaron dos semanas
luchando por sobrevivir, mejorando poco a poco en todos los aspectos. Así que
los trasladamos a una habitación.
Mel hizo una pausa.
—Hagámosles pues —prosiguió—acabemos esta maldita ginebra barata. Y nos vamos a
cenar, ¿de acuerdo? Terry y yo conocemos un sitio nuevo. Cenaremos allí, en ese
sitio. Pero no nos moveremos hasta que acabemos esta maldita ginebra.
Terri aclaró:
—En realidad aún no hemos comido allí nunca. Pero tiene buen aspecto. Por
fuera, quiero decir.
—Me gusta comer —comentó Mel—. Si volviera a empezar de nuevo, me haría chef, ¿saben? ¿Te
parece bien, Terri?
Rio. Hurgó en los cubitos de hielo con los dedos.
—Terri lo sabe —explicó—. Terri puede contárselo. Pero dejen que les diga una
cosa. Si pudiera volver a nacer, vivir una vida diferente, en un tiempo
diferente y todo eso, ¿saben qué? Me gustaría ser un caballero andante. Uno
tenía que sentirse muy seguro con aquellas armaduras. Tuvo que estar muy bien
eso de ser caballero, hasta que inventaron la pólvora y los mosquetones y las
pistolas.
—A Mel le gustaría ir a caballo con lanza en mano —añadió Terri.
—Y llevar siempre consigo un pañuelo de mujer —apostilló Laura.
—O simplemente una mujer —redondeó Mel.
—¿No te da vergüenza? —saltó Laura.
Terri dijo:
—Supón que volvieras a vivir y fueses un siervo. Los siervos no lo tenían tan
fácil en aquellos tiempos.
—Los siervos no lo han tenido nunca fácil —dijo Mel—. Pero imagino que hasta
los caballeros eran vesallos[1] de alguien. ¿No era así como funcionaban
las cosas? Pero incluso hoy todos somos siempre vesallos de alguien. ¿No es
cierto? ¿Eh, Terri? Pero lo que me gusta de los caballeros, aparte de sus
damas, es esa armadura que llevaban. No era nada fácil herirles. No había carros
en aquel tiempo. No había jovencitos borrachos que te embistieran y te
rompieran la jeta.
—Vasallos —corrigió Terri.
—¿Qué? —preguntó Mel.
—Vasallos —repitió Terri—. Es vasallos, no vesallos.
—Vasallos, vesallos —protestó Mel—. ¿Qué diferencia hay, mierda? Me has
entendido, ¿no? Muy bien —reconoció—. No soy culto. He aprendido lo mío. Soy
cirujano del corazón, perfecto, pero no soy más que un mecánico. Voy y me meto
por allí y arreglo cosas. Mierda.
—La modestia no te sienta bien —dijo Terri.
—No es más que un humilde matasanos —intervine yo—. A veces, Mel, los
caballeros se asfixiaban dentro de aquellas armaduras. Sufrían incluso ataques
al corazón si las armaduras se calentaban en exceso, o si ellos estaban
demasiado cansados y desfallecidos. He leído en alguna parte que a veces se
caían del caballo y no podían levantarse, porque el cansancio les impedía
mantenerse en pie con toda aquella armadura encima. Y a veces los pisoteaban
sus propios caballos.
—Terrible —exclamó Mel—. Es terrible, Nicky. Los imagino tendidos en el suelo,
a la espera de que apareciera alguien y los convirtiera en pinchos de carne.
Algún vesallo como ellos —dijo Terri.
—Exacto —apoyó Mel—. Aparecería algún vasallo y atravesaría a los muy bastardos
en nombre del amor. O en nombre de la jodida causa por la que lucharan en
aquellos tiempos.
—Las mismas por las que luchamos hoy en día —dijo Terri.
Laura sentenció:
—Nada ha cambiado.
Las mejillas de Laura seguían subidas de color. Sus ojos brillaban. Se llevó el
vaso a los labios.
Mel se sirvió otra copa. Miró la etiqueta detenidamente, como si estudiara la
larga hilera de números. Luego dejó la botella sobre la mesa, con lentitud, y
alargó la mano despacio hacia el agua tónica.
—¿Qué pasó con la pareja de ancianos? —quiso saber Laura—. No has acabado de
contar la historia.
Laura tenía dificultades para encender su cigarrillo. Los fósforos se le
apagaban una y otra vez.
La luz del sol, dentro de la cocina, era ahora diferente; cambiaba, se hacía
más tenue. Pero las hojas del otro lado de la ventana seguían trémulas, y me
puse a mirar las formas que dibujaban en los cristales y en el mesón. No eran
formas iguales, claro está.
—¿Qué pasó con los viejos? —pregunté.
—Más viejos pero más sabios —comentó Terri.
Mel la miró con fijeza.
Terri prosiguió:
—Sigue con la historia, cariño. Era una broma. ¿Qué pasó?
—Terri, a veces… —empezó Mel.
—Mel, por favor —le interrumpió Terri—. No seas tan serio siempre, cariño. ¿No
soportas una broma?
—¿Dónde está la broma? —inquirió Mel.
Mantuvo el vaso en la mano y miró fijo a su mujer.
—¿Qué pasó? —insistió Laura.
Mel clavó la mirada en Laura. Dijo:
—Laura, si no tuviera a Terri y si no la amara tanto, y si Nick no fuera mi
mejor amigo, me enamoraría de ti. Y te raptaría.
—Cuéntanos la historia —le insistió Terri—. Y luego nos vamos a ese restaurante
nuevo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Mel—. ¿Dónde estaba? —Se quedó mirando la mesa; luego siguió
con la historia—: Iba a verlos a los dos todos los días, y hasta dos veces al
día cuando tenía que quedarme a visitar a otros enfermos. Yesos y vendajes, de
la cabeza a los pies, ambos. Ya saben, lo han visto en las películas. Ese era
el aspecto que tenían, igual que en las películas. Solo unos agujeritos para
los ojos y para la nariz y para la boca. Y ella, para colmo con las piernas en
alto. Bien, pues el marido estaba deprimido la mayor parte del tiempo. Seguía
muy deprimido. Pero no por el accidente. Me refiero a que el accidente era una
cosa, sí, pero no lo era todo. Yo me acercaba al agujero de su boca, y él me
decía que no, que no era por el accidente exactamente, sino porque no podía
verla por los agujeros de los ojos. Decía que era eso lo que le hacía sentirse
así de mal. ¿Se imaginan? Pueden creerme, al hombre le rompía el corazón no
poder voltear la maldita cabeza para ver a su maldita esposa.
Mel nos miró a unos y a otros y, ante lo que estaba a punto de decir, meneó la
cabeza.
—Digo que lo que estaba matando a aquel pendejo era que no podía mirar a su
jodida mujer.
Los tres miramos a Mel.
—¿Ven lo que digo? —preguntó.
Puede que para entonces estuviéramos ya un poco borrachos. Sé que nos resultaba
difícil mantener las cosas en su justo punto. La luz abandonaba ya la cocina,
se retiraba a través de la ventana hacia el lugar de donde había venido. Y sin
embargo nadie hizo el mínimo ademán de levantarse para encender la luz de
encima de nuestras cabezas.
—Escuchen —propuso Mel—. Acabemos esta puta ginebra. Todavía queda para una
ronda más. Luego nos vamos a cenar. A ese sitio nuevo.
—Está deprimido —observó Terri. Mel, ¿por qué no te tomas una pastilla?
Mel sacudió la cabeza.
—He tomado todo lo que hay.
—A todos nos hace falta una pastilla de vez en cuando —dije.
—Hay gente que las necesita desde que nace —comentó Terri.
Ella frotaba con el dedo algo que había encima de la mesa. Luego dejó de
hacerlo.
—Creo que quiero llamar a mis hijos —dijo Mel—. ¿Les importa? Voy a llamar a
mis hijos.
Terri le avisó:
—¿Y si Marjorie contesta al teléfono? Eh, chicos ¿les hemos hablado de Marjorie?
Cariño, sabes muy bien que no quieres hablar con Marjorie. Te hará sentirte
peor.
—No quiero hablar con Marjorie —reconoció Mel— Pero quiero hablar con mis
hijos.
—No pasa un día sin que Mel diga que tiene ganas de que su exmujer vuelva a
casarse. O que se muera —explicó Terri—. En primer lugar —afirmó—, nos está
arruinando. Mel dice que si no se casa es solo para fastidiarle. Tiene un novio
que vive con ella y con los niños. Así que Mel mantiene también al novio.
Marjorie es alérgica a las abejas —contó Mel—. Cuando no rezo para que vuelva a
casarse, rezo para que se le eche encima un maldito enjambre de abejas y la
mate a aguijonazos.
—Qué vergüenza —dijo Laura.
—Bzzzzz —susurró Mel, convirtiendo sus dedos en abejas y haciéndolas zumbar en
dirección a la garganta de Terri. Después dejó caer las manos a ambos lados.
—Es perversa —dijo Mel—. A veces se me ocurre ir a su casa vestido de
apicultor. Ya sabes: esa especie de yelmo con la plancha que te tapa la cara,
los grandes guantes y el traje acolchado. Llamo a la puerta y suelto el
enjambre dentro de la casa. Pero antes tendría que asegurarme de que no
estuvieran los chicos, por supuesto.
Cruzó las piernas. Le llevó su tiempo hacerlo. Luego puso ambos pies en el
suelo y se inclinó hacia adelante, con los codos sobre la mesa y la barbilla en
el hueco de las manos.
—Puede que no llame a mis hijos. Puede que no fuera tan buena idea. Puede que
lo que hagamos sea irnos a cenar. ¿Qué les parece?
—A mí me parece bien —asentí—. Comer o no comer. O seguir bebiendo. Yo podría
seguir hasta que anochezca.
—¿Qué quieres decir, cariño? Preguntó Laura.
—Exactamente lo que he dicho —respondí—. Que podría seguir. Eso es todo lo que
he dicho.
—Pues yo comería algo —confesó Laura—. Creo que no he tenido tanta hambre en mi
vida. ¿Hay algo para picar?
—Sacaré queso y galletas —dijo Terri.
Pero Terri siguió sentada. No se levantó ni trajo nada.
Mel volcó su vaso. Lo derramó sobre la mesa.
—Se acabó la ginebra —anunció.
—¿Y ahora qué? —dijo Terri.
Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano
que hacíamos allí sentados, sin movernos ninguno lo mínimo, ni siquiera cuando
la cocina quedó a oscuras.
[1] Mel dice vessels (vasijas, navíos) en lugar de vassals
(vasallos). La confusión es en inglés quizá venial merced a la gran similitud
fonética entre ambos vocablos. En castellano, sin embargo, al no existir una
palabra susceptible de confundirse verosímil y equiparablemente con “vasallo”,
se ha juzgado inevitable recurrir a una deformación —forzada— de la palabra
misma. (N. del T.)
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