Desnúdate,
le dije mirándola a los ojos, y aunque quiso parecer extrañada por la petición,
desistió de fingir sorpresa; no era necesario. Se quitó la blusa despacio y
antes de seguir con el resto de prendas también ordenó que me desnudara. Una
prenda ella, una prenda yo, hasta que no hubo nada más por sacar.
Sentados
sobre la cama, cada uno con las piernas cruzadas, como homenajeando a Budha,
nos miramos. Con mis ojos recorrí su cuello, sus senos, el ombligo. El frío de
la madrugada se delataba en nuestros vellos erizados y sus pezones firmes, que
apuntaban al techo —premonición
del destino de nuestro próximo vuelo—. Nos quedamos en silencio. Ella también
me contempló.
El ambiente
estaba lleno de paz. Percibí su olor a mujer honesta, aquella que no niega sus
salinidades ni sus dulzores. Fue entonces cuando agarró mi mano y la puso en su
pierna. Sonreímos. Su boca se retorció con malicia, seductora, de cazadora...
Me gustó lo que vi. Amé el pliegue que se le hizo en la mejilla. Me perdí en
esos ojos hundidos en su cara que destellaban una luz rojiza donde debían estar
blancos. Me gustó tanto que era menester romper el silencio, pero no con mis
palabras, sino con otras más precisas.
Agarré el
libro del nochero. Me acomodé y ella usó mi pubis como almohada. Abrí el libro
donde estaba el separador para encontrar el poema que se parecía a ella.
Trataba de una mujer sombra que se fundía con la noche y eran una sola penumbra
en la habitación del poeta. Ella escuchó atenta. Le pregunté qué tal le
parecía. No respondió.
Se levantó,
prendió otro cigarrillo y fue a buscar su mochila. Llegó a la habitación con un
cuaderno negro, se sentó a mi lado y hojeó hasta encontrar un poema. Me lo leyó
con voz ronca. Hacía pausas para darle un plon al indio y seguía. Su escrito
trataba de una mujer mar. Era un texto largo y profundo. Un poema ondeante que
inundó mi mente y la puso a flotar sobre su superficie, la del poema; me volvió
agua. Luego de ese, me leyó otro poema y después un tercero. Terminamos el vino
que quedaba en la botella; abrimos una más.
Luego fue mi
turno de leer. Le presenté un poema sobre lo único de lo que realmente hablan
los poemas... sobre la existencia, sobre la incertidumbre y de cómo nos
mentimos y cómo nos refugiamos en la belleza. Lo leí para perdernos en la
melodía de las palabras, hasta que perdieran todo sentido y se convirtieran en
el goce del sonido y de la repetición, hasta que el aire resonando en mi boca
le hablara directamente a su alma y aquella escuchara lo que quisiera oír. Y
cuando terminé de leerlo, no me detuve y leí otro como si fuera una
continuación del anterior, y lo mismo hice con el siguiente y el otro y el
otro. Leí rápido en voz alta, hasta que me quedé sin aire y respiré el humo de
hierba que salía de su boca y miré al techo y me fui, me fui, me fui lejos,
pero no hacia afuera sino hacia adentro. Me encontré con mi centro, con mi
oscuridad llena de esferas plateadas que palpitaban y me inundaban. Y sentía
mis brazos livianos y mi mente, ah, mi puta mente se puso triste sin razón
alguna, porque así funciona ella, y lloré por lo que fue y lloré por lo que no
quise que fuera así. Y muchas personas pasaron por mi cabeza. Recordé a algunas
con frustración y a otras con fastidio. Y también recordé a mis amigos que ya
no están, y me acordé de cuando leíamos poesía en el techo del edificio viejo
de la facultad, todos pretenciosos, todos niños. Pero no solo recordé, también
imaginé los lugares donde no he estado y en los que nunca estaré.
Ella se
recostó en mi pecho y leyó otra página de su cuaderno. Esta vez no supe de qué
trataba, pero yo lloraba, y también reía como el pelotudo que soy.
Yo la
escuchaba.
Mi mente
flotaba y llenaba el espacio.
Todo se puso
como azuloso, pero no como el azul del cielo del mediodía, sino como el de la
mañanita, que aún tiene rastros de oscuridad.
Yo era una
barca perdida en el mar, y ella me navegaba sin un rumbo. Simplemente remaba
hacia el horizonte con cada palabra que decía.
Yo sentía su
piel sobre la mía, pero amaba más escuchar sus poemas, porque eran una parte de
ella que superaba su corporeidad. Una parte que entraba en mí y se fundía de
verdad con mi oscuridad, y la entendía, y la hacía más oscura, más mía.
Esa
madrugada no follamos, porque usted sabe que esto que le cuento ya no se trata
de de sexo, porque la carne siente, pero solo hasta un punto, tiene su límite y
se agota, se fatiga; en cambio el alma, o el espíritu o como se llame esa
energía que nos invade y a la vez es lo que somos, no conoce de medidas y se
desborda y se extiende. Y sabe qué, ella sabía lo que me estaba haciendo sentir,
porque leía con toda la intención de llevarme hasta arriba, o hasta adentro o
hasta donde fuera. Y yo la dejé hacerme suyo con sus poemas. Me rendí ante
ella, que me hablaba de estrellas, de corales y de ríos.
Parce, esa
madrugada, me perdí.
Solo dormimos
un par de horas antes de levantarnos. El día llegó sin avisar y aún no me
encuentro.
Nelson Zorro.
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